lunes, 28 de junio de 2010

¿Se pueden explicar sociológicamente las derrotas del futbol mexicano? Algunas reflexiones sueltas y al calor del 1 a 3 frente Argentina.

Hace unos días, en Melrose Arch, uno de los lugares que los mexicanos visitaron con más asiduidad en Sur África (SA), los ánimos eran muy festivos y optimistas. Las entrevistas que realicé mostraban un cuadro de posibilidades futbolísticas muy halagüeño. Algunos de los entrevistados veían a los “once del patíbulo” como los próximos y nuevos campeones del mundo. “¿Por qué no?”, me preguntaban, intentando señalar que la escuadra tricolor era tan competitiva como cualquiera de las otras. ¿Por qué no?, reitero la pregunta y esbozo algunas reflexiones a manera de respuestas.

1. Porque la técnica es una construcción social que se incorpora individualmente. Es decir, cualquier tipo de actividad está socialmente determinada. Bailar salsa o cumbia para los colombianos (estoy planteando un estereotipo) es una actividad que requiere de una técnica que ha sido socialmente construida y que los individuos asimilan y desempeñan casi sin darse cuenta. Habrá virtuosos del baile y muchos que simplemente acceden a un estatus “medio” de la técnica cumbiera. Sin embargo, ese estatus medio de los colombianos “superará” (aunque no estén en competencia), por ejemplo, las posibilidades que tienen los suizos de bailar cumbia con la técnica “correcta”.

2. Porque la técnica se realiza y se proyecta en el desempeño individual y colectivo de una determinada actividad. Pero esa técnica, definitivamente requiere de la combinación de factores tan diversos como las “instalaciones” para enseñarla, la importancia de la actividad a desempeñar, etc. En una frase: la técnica depende de los recursos sociales que estén disponibles para su producción y reproducción. De esos recursos, en el mundo contemporáneo, sobresalen los administrados por dos instancias: el gobierno y el capital. La educación pública institucionalizada y los medios de comunicación, por citar dos ejemplos, dan cuenta de esos espacios en donde las técnicas socialmente valoradas se desarrollan y debaten, pero que son dominados por las directrices gubernamentales y de la clase económica hegemónica. Aunque, por supuesto estas dos instancias no son las únicas: la familia o el llamado ámbito privado juegan papeles también muy importantes y se engarzan dialécticamente con las otras.

3. Porque la competencia y el ánimo competitivo también son una especie de técnica que requiere ser creada, reproducida y valorada socialmente. No hay ninguna sociedad que “por naturaleza” sea competitiva. No por lo menos en la lógica de sobresalir “individualmente” y conseguir triunfos y más triunfos ab absurdum.

4. El deporte es una “invención” social que de manera incisiva ha insertado valores de competencia esencialmente arraigados por y en la trayectoria histórica “occidental”. El futbol es un proceso social complejo que ha requerido la adaptación de una técnica social (o varias técnicas, incluida la de la competencia) y la eliminación, transformación o disminución de muchas otras. Si me pongo antropológico, la reciprocidad, tan arraigada en los menesteres sociales mesoamericanos y andinos ha sido degradada y desarticulada en muchas de sus conexiones sociales y sustituida por el espíritu social de la competencia capitalista, incluyendo los deportes, como en el caso del futbol. Weber no me dejará mentir. En el futbol lo importante no es retribuir al “otro”. Lo que importa es su derrota, demostrando que se es mejor y superior.

5. En el campo social del futbol, México “ingresó” de forma muy distinta y tardía al sistema de competencias internacionales y la consolidación de sus propias instituciones organizativas tiene una trayectoria muy diferente al de otros países latinoamericanos. No hay que olvidar que la historia mexicana independiente ha estado cruzada por la disputa incisiva (entre otras) que se da entre la modernización-modernidad y la (llamémosla así a falta de mejor sustantivo) tradición. Esto es un esbozo y no pretendo ahondar en el tema. Lo importante para mí, en el caso que me ocupa, es que a diferencia de Argentina o Brasil, por señalar un par de ejemplos de países exitosos en el campo social de la competencia futbolística, en México la construcción social de los recursos para generar futbolistas de calidad técnica competitiva en el ámbito internacional no ha logrado cuajar del todo. En primera instancia porque la modernidad mexicana difiere en mucho de la argentina o la brasileña. En estos dos países, millones de proletarios y campesinos desterrados de sus lugares de origen en Europa, destinados a sobrevivir bajo las presiones de un espacio social sometido a la lógica del capital y de la competencia, rápidamente asimilaron y desarrollaron y “criollizaron” algunas de las prácticas deportivas “importadas” (junto con ellos, de hecho ellos eran el futbol corporizado) desde Europa. Los sectores populares argentinos y brasileños velozmente se engancharon al proceso de deportivización occidental. La creación de clubes deportivos populares, con una fuerte raigambre local se dejaron ver en esos países desde muy temprano en el siglo XX. Los clubes jugaron un papel muy importante en ese proceso.

En México, por el contrario, la Revolución da cuenta de las tremendas contradicciones sociales entre las fuerzas sociales, económicas y culturales en disputa. Si bien muchos sectores urbanos fueron incorporándose con cierto entusiasmo y velocidad a las prácticas deportivas, estos nunca fueron capaces de consolidar clubes de gran raigambre local y popular. El hecho es que el futbol mexicano derivó, en su etapa profesional, en una lógica muy diferente a la de sus contrapartes sudamericanas. Es decir, pronto, la consolidación de clubes-empresa se hizo la norma en México, dejando fuera de la práctica futbolística, por supuesto, a amplios sectores populares. Si bien es cierto que la práctica del futbol en nuestro país se popularizó sensiblemente a lo largo de todo el siglo XX, no es posible hablar propiamente de un “sistema” organizado y establecido para su práctica, sino hasta la segunda mitad del mismo. Para hablar de una institucionalización del futbol mexicano, tal y como se conoce en la actualidad, es preciso referirse a los 1950 y 1960. Los clubes que hoy conforman la liga mexicana, a excepción de unos tres o cuatro, ingresan formalmente a las competencias profesionales de primera división en esas décadas. Los casos de Pumas, Cruz Azul, Tigres, Monterrey (e incluso el nuevo América post-Televisa) y unos aún posteriores, como el nuevo Pachuca, Jaguares o Indios, así lo demuestra.

6. Siendo esto, no es sorprendente que el desempeño de los jugadores mexicanos actuales aún esté sometido a las fuerzas sociales que se han configurado históricamente. Por eso el “fracaso” futbolístico mexicano en las competencias internacionales no debe de sorprendernos. Si es posible hablar propiamente de una “técnica” de jugar al futbol, el caso mexicano no ha logrado desarrollarla plenamente. En una medida debido a la trayectoria histórica y a la consolidación tardía de nuestro sistema futbolístico. Más de medio siglo separa a México de las potencias sudamericanas. Pero esto no explica todo el panorama. La marcada tendencia del control organizativo en unas cuantas manos, oligárquica (yo le llamo goligárquica) y corporativa del futbol nacional, especialmente por los dueños de la televisora de Chapultepec, han sometido al futbol popular mexicano a un plano secundario.

7. Los triunfos iniciales de las naciones sudamericanas en las décadas de los 1920 y 1930 les permitió a estos países afianzar un cúmulo histórico favorable. En cierta medida, la capacidad de sus estados nacionales les permitió a los practicantes del futbol sudamericano consolidar sus estilos y sus técnicas futbolísticas, que de forma temprana contaron con un palmarés triunfador (Uruguay fue campeón olímpico en 1924 y con la Argentina disputó la final de las olimpiadas en 1928) lo cual ayudó dialécticamente a fortificar posteriormente su posición hegemónica. En México nada de eso pasó y, por el contrario, el ingreso mexicano a las competencias internacionales fue un contundente fracaso de técnica y estilo lo cual sedimentó una trayectoria histórica perdedora que se ha convertido en una especie de “lastre” social.

8. Sin embargo y a manera de conclusión, me pregunto si en verdad es tan importante ser triunfadores en el futbol. Talvez sí, pero probablemente sólo lo podamos ser en la medida en que dejemos de ser campeones en las técnicas del agandalle y del que-se-chingue-el-otro y retornemos un poco más a la práctica social de lo reciproco y comunitario. Lo dejo a sus comentarios.

domingo, 27 de junio de 2010

Los ‘tontos útiles’ del futbol.

Dice el señor Fernando Gómez Mont, presunto secretario de Gobernación mexicano, que los defensores de derechos humanos, que deberían no existir en la medida en que los encargados de gobernar el país hicieran lo que tienen que hacer (incluido en primer lugar a don FGM), son unos ‘tontos útiles’ de la delincuencia.

Bueno, la aparente pifia declarativa del susodicho funcionario no es casual y está afianzada en el complejo ámbito social y político de la nación mexicana. La derecha no está creciendo y fortaleciendo sus posiciones de forma independiente de las actividades cotidianas y diarias de eso que se ha dado en llamar “sociedad civil”. En el día a día de las prácticas, los discursos y los símbolos de la gente de “a pié”, hay cruces y engarces con las inercias políticas de la clase hegemónica. No es casual que los niveles de intolerancia, xenofobia, homofobia y desesperación se vean reforzados dialécticamente entre muchos sectores de la “sociedad civil” y la “clase política-elite económica”.

Eso que podemos identificar (léase Bourdieu) como el campo deportivo, y específicamente el campo social futbolístico nacional, está imbricado de forma compleja con eso que asoma con tanta elocuencia en las terribles y temibles declaraciones de los hombres del poder. Acá, en este ámbito tan aparentemente inocuo y banal, el del futbol y sus conexiones sociales, se está librando una batalla (o talvez muchas batallas) que, desde mi punto de vista, están completamente conectadas con las declaraciones del secretario de gobernación.

Más despacio. México (su equipo representativo en la copa del mundo) perdió el encuentro que disputó contra la escuadra representativa de Uruguay. De forma casi inmediata, en los canales de comunicación internautas, léase feisbuk, twitter y demás, una campaña, literalmente de linchamiento, se afianzó fuertemente en contra del (también presunto) futbolista mexicano Guillermo Franco. Sólo unos minutos después de terminado el encuentro, los mexicanos que en Sur África han contratado servicios de conexión satelital para acceder al internet (que son muchos, por cierto), comenzaron a recibir mensajes en sus cuentas pidiendo, exigiendo la inmediata salida del “Guille” Franco de la alineación del equipo mexicano.

Si bien es cierto que el desempeño futbolístico de este jugador ha dejado mucho que desear y que podría calificarse de extraordinariamente malo, la campaña mediática en su contra ( y de paso contra el entrenador, Javier Aguirre) comenzó a tomar tintes de intolerancia xenofóbica y homofóbica que, en verdad son alarmantes. No es mi intención defender al “Guille” ni a Aguirre en cuanto a profesionales de una actividad que en buena medida está sustentada sobre la base de la controversia y la crítica. Los futbolistas profesionales saben perfectamente que siempre serán criticados y a veces despreciados por los aficionados. No, aquí el punto es la xenofobia y homofobia que la campaña está procesando.

Un caso extremo y parecido de esto lo vivió el guardameta brasileño Barbosa, en 1950, cuando Brasil perdió la copa del mundo organizada en ese país. Acusado por los sectores más conservadores, como lo comenta Roberto Da Matta, de haber sido el causante de la derrota y asociar esto con su negritud, literalmente “mató” en vida a Barbosa.

En el caso que me ocupa, y con las diferencias evidentes de lo sucedido hace sesenta años en Brasil, el “Guille” Franco está bajo el “fuego amigo” de la afición mexicana. En las páginas de feisbuk (para que no me vayan a acusar de no saber escribir Facebook, ahí está) se lee: “El Argentino Mas Peligroso Para el Domingo no es Messi.. Es el Guille Franco!”. Los fotomontajes que se han “subido” a este sitio, que no es el único en el internet, son elocuentes: fotos de coitos homosexuales con las caras de Franco y Aguirre abundan en él. “Gracias por invitarme a Sudáfrica mi Javi”, le dice un supuesto Guille al ficticio (con la lengua de fuera) Javier Aguirre, mientras los dos recostados y desnudos se abrazan. “Secreto en Sudáfrica” reza otro fotomontaje parodiando a la famosa película de Ang Lee. “Por primera vez un jugador y un tecnico haciendo el: waka-waka!!!” (sic), completa el modificado cartel. Otros montajes muestran al Guille portando la camiseta de la selección argentina debajo de la mexicana.

Insisto, no pretendo defender a Guillermo Franco ni a Javier Aguirre. Pienso que sus exorbitantes sueldos y su gran incapacidad profesional no son compatibles. Los jugadores profesionales de futbol mexicanos merecen una severa y fuerte crítica por sus desempeños y las grandes fortunas que muchos de ellos logran acumular a costa de millones de aficionados. De eso no cabe la menor duda.

Sin embargo, los devaneos y alarmantes discursos xenofóbicos y homofóbicos que se están manifestando en la campaña de linchamiento en contra del “Guille” y Javier Aguirre deben llamar nuestra atención. Yo pienso que van de la mano con las declaraciones del señor Gómez Mont. La derecha mexicana encuentra “tontos útiles” donde no los hay. Los verdaderos “tontos útiles” atizan el odio y la discriminación, así, en los lugares más insospechado y aparentemente inocuos de la vida social, como en el futbol. El peligro de no darse cuenta de eso y dejarlo pasar es grande. Alto a la aberración.

Sin embargo: “Aguirre que no juegue el ‘Guille’, por favor”, imploro en mi interior.

jueves, 24 de junio de 2010

Mecsican kiurius.

A la memoria del máximo maestro de la crónica y la ironía:
Carlos Monsiváis.


Ahora tocó el turno en Rustenburg. A 120 km. al oeste de Johannesburgo, la ciudad de Rustenburg fue escenario de una de las peores actuaciones de la banda de defraudadores profesionales llamada El Tri. Los estafados, esos que nos llamamos aficionados, comenzamos nuestro periplo alrededor de las 9 a.m. Dos días antes, la muy amable Elena, residente en Johannesburgo y esposa de un surafricano se contactó conmigo para realizar el viaje de forma colectiva. Finalmente nos juntamos trece personas, quienes al pagar 200 rands por cabeza, alquilamos un microbús que nos transportó de ida y vuelta.

Yo he decidido rentar una motoneta (scooter) para poder moverme en la ciudad. Todavía no sé si ha sido la mejor idea o no. Por un lado, el scooter me permite moverme en la ciudad, lo cual es una gran ventaja. Por el otro, el frío y el riesgo de sufrir un accidente son una desventaja. Para llegar al punto de reunión desde el cual partiría el microbús, en casa de Elena, tengo que atravesar media ciudad, hacia el norte. Me pierdo, por supuesto. Al final, y con un retraso de casi media hora, llego a su casa. Ahí nos encontramos con la mitad de los pasajeros. La extraña mezcla de nacionalidades que caracterizaría el viaje comienza a tomar forma: un nicaragüense (radicado en Mozambique y llamado Juan), un hondureño (Rogelio), dos surafricanos (Andy, el esposo de Elena, y el chofer) y cuatro mexicanos (Elena y sus papás, Ernesto y María, y yo). Después de la casa de Elena, tenemos que pasar por la otra mitad del contingente a la casa de su amiga, Bere, otra mexicana casada con un surafricano. El raro grupo se completa con dos españoles, Bere, su esposo, su mamá (Cris), más un mexicano (Roberto).

La salida es de esas lentas, como las de mi familia. Herb, el esposo de Bere y de herencia hindú es un surafricano que viste la playera verde del equipo mexicano, muy entusiasta y desmadroso. Los centroamericanos que acompañan también van muy alegres. Dos españoles (Diego y Raúl), andaluces de Cádiz, van medio crudos. España ha derrotado a Honduras el día anterior y la celebración para ellos se alargó hasta bien entrada la mañana. Desde que suben al micro ya se les ve la cara de desvelados y de querer dormir lo más posible. Herb, sin embargo, se encargará de que eso no suceda. De manera inmediata comienza a pasar las cervezas a todo mundo. Rápido y aún siendo medio día, yo ya he bebido un par de cervezas Castel. Quiero experimentar en carne propia si en efecto chovinismo y borrachera van en proporción directa. Señalo aquí algunas de las conclusiones preeliminares de mi “experimento”.

Antes de salir, Bere, que lleva una bandera como paliacate sobre la cabeza, y Elena que cargan un par de banderas más en sus mochilas, deciden colgar una sobre el parabrisas trasero del micro. Una vez instalados todos, ese extraño y muy especial intercambio inter-nacional comienza. Es decir, de inmediato los interlocutores iniciamos eso de: "En Mexico bla, bla,", "En Nicaragua, bla, bla", y así por el estilo. No sé bien a bien qué sucede cuando personas de diferentes países nos reunimos. Menos aún cuando uno o más mexicanos se ven involucrados. Como si de un cierto sketch se tratara, a veces medio acartonado, a veces no tanto, los mexicanos comienzan (comenzamos) a enviar esos mensajes y a realizar esas prácticas y discursos profundamente introducidos en nuestros seres.

"Ay, ay ayay, canta y no llores. Porque cantando cielito lindo se...", comienzo a escuchar, no sé en qué momento. No acabo de sentirme confortable (todavía) con la idea de que en mi frente aparezca la leyenda: "Contenido neto: 72 kg. de puro y absoluto mecsican kiurious". Sin embargo, la cerveza ya genera ciertos estragos en mi (hasta esos instantes) indeclinable postura antichovinista. Uno que otro corrido, que no conozco, son cantados y a veces sólo entonados por los papas de Elena, que son de Durango. Herb cada vez está más pedo y las enseñanzas de Bere (su esposa mexicana) salen a relucir. "Viva Mecsico, cabrounes...", se le oye decir con el acento del inglés surafricano y más derrapado aún por los efluvios del alcohol, pero con cierto sentimiento que casi me convence.

Juan, el nicaragüense; Rogelio, el hondureño y Herb van estableciéndose como los principales interlocutores del contingente mexicano. No menos de cuarenta cervezas son consumidas mientras avanzamos por la zona noroeste de Johannesburgo. Los españoles siguen bastante cabizbajos y el mexicano restante, Roberto, está completamente agazapado en una de las esquinas del micro. Sin embargo, Bere, Elena, María, Ernesto y Cris intentan coordinarse para establecer una especie de línea mexicana a seguir. Un “chiquitibúm a la bim...” se oye de repente, intercalado con una que otra estrofa de “El Rey”. Intento no ceder a la tentación, pero de pronto me oigo balbucear “yo sé bien que estoy afura...”. He cruzado la línea y ya no hay vuelta atrás. “Una cerveza más, por favor”, le digo a Bere, que ha fungido como la bartender del micro.

Mientras tanto, Juan y Rogelio están en pleno desmadre. Se van cotorreando a Herb y a su acento. Él, sin embargo, responde a las bromas y en un buen español. Realizamos una parada en una gasolinera. Las hieleras se vuelven a recargar. Roberto da una pequeña señal de vida. Le enseña a Bere y Elena una estrofa modificada de “Happy birthday to you”: “Se está poniendo de moda/tirar a los putos al mar/Por eso los uruguayos/están aprendiendo a nadar”. María y Cris no se sienten muy confortables con la idea de que sus hijas canten eso y ellas ni siquiera entonan la melodía. Cris le dice a Bere que en lugar de “putos” utilice “tontos”. Sé que el comentario que le hace no es para evitar la connotación homófoba de la frase, sino para evadir la vergüenza de pronunciar “esa” palabra. Un poco talvez para impedir alguna confrontación con un grupo de uruguayos. El hecho es que no hay uruguayo alguno a la vista. Yo rehuyo del cántico, me parece atrozmente homofóbico, como mucha de la patraña futbolera. Me avergüenzo de estos referentes de odio y lo dejo pasar.

Nuevamente, como en el traslado a Polokwane, las gasolineras y espacios para descansar del trayecto se pintan de gente con playeras verdes y negras. El viaje se reanuda. Los españoles reaccionan un poco y comienzan a beber. Son madrilistas (o sea que le van al Real Madrid) y entonces entablan un pequeño diálogo con Juan, que le va al Barcelona. La algarabía cervecera se ha apoderado de todos, excepto de Roberto que va chateando o algo así, a través de su celular. Una vuvuzela mexicana, sí, hecha en México y llevada por Cris, es sacada de su bolso. Herb la ve e intenta tocarla. Un fiasco. La corneta esa no suena como las surafricanas... afortunadamente.

Los 120 km. del trayecto parecen no tener fin. Yo ya voy como en la sexta chela. Es hora de cantar. Otra vez “El Rey”. Ahora sí me animo un poco más. Entonces Bere saca una especie de lápiz labial tricolor. Comienza a poner franjas en las mejillas a todos los integrantes. Cuando es mi turno yo ya estoy muy entrado y casi no opongo resistencia. De hecho, me entusiasmo y le digo: “A mí, escríbeme una ‘M’ en el cachete”. A Bere la gusta la idea y entonces va con todos y les escribe una ‘M’ en el mentón. Pero seguimos sin llegar a Rustenburg. Ya son más de las tres de la tarde. La ciudad ya se avizora, pero todavía falta un buen trayecto. Estoy resignado. Llegaremos tarde. ¿Tiempo mexicano? Probablemente.

Finalmente llegamos al “park and ride”, o sea al estacionamiento de donde salen los autobuses al estadio. Pero ya son las 3:45. El contingente comienza a dispersarse. Los españoles comienzan a desesperarse igual que yo. Apuramos el paso y dejamos atrás al grupo. Nos dirigimos al autobús. Salimos rumbo al estadio. Otros quince minutos más. El estadio está en medio de la nada. No existen casas a su alrededor. Seguramente se convertirá en un elefante blanco después del mundial. Pero aún no llegamos y todavía hay un poco de tráfico. Yo asomo por la ventana y apuro a los autos que van por delante, golpeando la lámina del microbús. Una conductora va obstruyendo el flujo vehicular y la policía lentamente le da las instrucciones. Intensifico mis reclamos. Una policía voltea y me ve con una de esas miradas que matan y me pide que me calle. Pero ya son las 4:00 y esa mujer sigue estropeando el tráfico. Reanudamos nuestra marcha y el micro finalmente nos deja a unos cuantos metros de distancia de la entrada. Los españoles y yo corremos hacia la entrada. A mí se me bajan mucho los efectos del alcohol.

Pasamos por los detectores de metal e ingresamos al estadio. Quedamos en un punto de reunión para la vuelta. Apuro el paso. Ya son las 4:10. Entro al estadio. Mi sección está en medio de miles de mexicanos. Vaya, volteo a ver todo el estadio: "¿Cuál sección no está llena de mexicanos?", me digo. Pero algo muy distinto a lo acontecido en el partido contra Francia está sucediendo. La gente se nota nerviosa y muy suspicaz. Obviamente no faltan las porras y la, hasta ahora, más popular coreografía de los mexicanos: menear las manos con los brazos estirados y gritarle “puto” al portero rival cuando éste se dispone a patear el balón. Muchos surafricanos se regocijan con el grito y le siguen la corriente a los nacionales.

Aquí, en el estadio, ya con los humos del alcohol casi sin efecto, reflexiono. Hace unos días, la euforia total de la victoria sobre Francia. Ahora, con el partido en curso y con el marcador aún 0 a 0, nuevamente esa sensación de derrota inminente se cuela en el ambiente. El fantasma del fracaso y de la probable descalificación se cierne sobre el "Royal Bafokeng Stadium". Más aún: las vuvuzelas retumban una vez. Gol de Sur África en su correspondiente encuentro. Otra vez las vuvuzelas. Otro gol surafricano. Y acá, al minuto 42, Luis Suárez, el delantero uruguayo, pone las cosas más tensas con su anotación. “Siempre es lo mismo”, dice uno de mis vecinos. “No puede ser”, dice otro.

Un grupo de jóvenes, muy güeritos, con el torso descubierto y las caras pintadas de tricolor están más que borrachos. Uno de ellos, en la desesperación, lanza una botella de cerveza. Quines los rodean comienzan a acusarlo. Él, un gordo y alto veinteañero encara a los de las filas de atrás. La presión es tanta que decide callar. “Pinche naco” y “Pendejo”, le gritan. Es el entretiempo y el ambiente es bastante sobrio (y ebrio). No es lo que esperaba yo. O talvez sí. Aún sigo sin decidir.

El segundo tiempo transcurre sin mayor emotividad. El pésimo futbol de los mexicanos sólo es superado por la rispidez del juego uruguayo. Muy pocas oportunidades de gol. La más clara, la del "Maza" Rodríguez, con un remate de cabeza frente a la portería rival, no cuaja. “Saquen al Guille”, se escucha. Los abucheos en contra del futbolista mexicano de origen argentino, no se hacen esperar. La afición aguarda el final. Un alivio: Francia ha anotado. La clasificación a la siguiente ronda está asegurada. Oh, oh, un pequeño problema: será contra Argentina, uno de los favoritos para ganar la copa.

El árbitro silva el final del encuentro. Algunos abuchean. Otros sólo se lamentan: “No mames, no puede ser”, “Pinche Aguirre”, “Vale madres”, son algunos de los comentarios que se dejan escuchar. De pronto, caen como tres al suelo. El gordito-avienta-botellas se enfrasca en una riña. Más bien parece de sumo (sin albur): dos pesos pesados se abrazan y caen. Ningún puñetazo. No hay sangre. Yo confirmo mis sospechas: “Son muy fresas”. Los contrincantes se han jaloneado y empujado, pero al final no se han hecho mayor daño. La pelea refleja el malestar en las tribunas. He visto varias trifulcas en los estadios mexicanos, así que esta escaramuza de bajísima intensidad no me hace sentir sino pena.

Salimos del estadio. Voy en búsqueda de mi grupo. En el trayecto, un mariachi; Derbez, el payaso de Televisa, realiza entrevistas en medio de un emborrachado grupito. Por ahí, de pronto se escucha: “Celeste, celeste yo soy”, de un grupo de uruguayos. Gritan, y brincan. Están contentos. Ganan el grupo, en contra de todos los pronósticos y, de paso, evitan jugar contra la Argentina en la siguiente ronda. México, los mexicanos salen del estadio, a prisa. Hoy no hay nada que festejar.

“El alcohol no bastó para sentir la euforia nacionalista”, me digo. No es tampoco el triunfo (como con Francia). Pero no acabo de gozar. “¿A quién le importa?”, me consuelo. Respecto a los "putos" que se avientan al mar, simplemente no lo entiendo, lo rechazo y, sin embargo, lo registro para documentar nuestro optimismo.

sábado, 19 de junio de 2010

Polokwane de Loreto y Guadalupe.

Debo confesar que es muy complicado hablar de un tema como la selección mexicana de futbol sin que mis puntos de referencia teórico-racionales se vean afectados (ja, ja qué mamón, sueno). Ayer, jueves 17 de junio estuve en Polokwane, ciudad de rango medio, ubicada al noreste de Johannesburgo. Polokwane “Lugar seguro” fue nombrada así en 2002. Antes era llamada Pietersburg. La ciudad está en la provincia surafricana más norteña: Limpopo, que a su vez colidna con Zimbabwe y Botswana. Su territorio es atravesado por las vías del tan conocido (y de trágica historia) tren Shosholosa, el cual transportaba a los miles de individuos arrancados de sus tierras nativas hacia las minas de la Región de Oro, Gauteng.

Para realizar el viaje, acepté la invitación del formidable amigo Peter Alegi, académico ítalo-estadounidense dedicado, entre otros tópicos, a la historia de la práctica popular del futbol en Suráfrica y autor de Laduma! y African Soccerscapes: How a Continent Changed the World's Game. A la travesía se unió David Goldblatt, periodista con vocación sociológica e historiográfica, autor del (tendré que leerlo) libro The Ball is Round: A Global History of Football.

Del aeropuerto "O.R . Tambo" de Johannesburgo salimos alrededor del mediodía. Cabe señalar que la estación aeroportuaria estaba colmada de mexicanos. Algunos de ellos acababan de llegar de México. Eran los desafortunados clientes de la agencia de viajes que los dejó varados. Muchos de ellos mostraban ya los signos del cansancio producto de casi treinta horas de travesía. Y lo que les faltaba. Sin embargo, la mayoría se mostraba optimista. “Vamos a ganar. Yo pienso que uno a cero”, me dijo un compatriota recién llegado y habitante de Acapulco, Guerrero. Algunos de ellos vestían sarapes y sombreros de mariachi estilo Garibaldi. Muchos, las playeras verdes o negras de la selección. Algunos de ellos ya soplaban las vuvuzelas, aunque de manera tímida en el aeropuerto.

En la agencia para rentar automóviles, varios mexicanos realizaban el trámite para tal efecto. Algunos de ellos me saludaban (yo había comprado una cachucha verde de la selección para identificarme como parte del contingente) y levantaban los dedos pulgares en señal de triunfo y buena suerte. Mientras esperábamos a Peter, quien se acercó a la ventanilla para la renta del auto, David y yo platicamos acerca de nuestros intereses académicos. Me comentó acerca de su libro y de la posibilidad de realizar un viaje a Latinoamérica para compilar información e imágenes sobre las barras futboleras y la posterior publicación de un documental.

Peter, después de una larga negociación llegó con las llaves. Me las entregó y finalmente comenzamos la travesía. Debo confesar que mi nerviosismo estaba en su pico, ya que nunca había manejado en el lado contrario de un automóvil. Sin embargo, la cosa no fue tan difícil al final. El viaje toma rumbo, desde Joburg, hacia el norteste. Hay que ir con dirección a Pretoria. Las avenidas para esta conexión son enormes viaductos de tres y cuatro carriles, muy parecidos a los de las grandes ciudades estadounidenses y con un paisaje urbano, que en definitiva, rememora con gran intensidad al paisaje citadino gringo. Esta primera fase del viaje dura aproximadamente una hora. Después vienen las grandes planicies sabaneras del norte surafricano.

La amplia autopista cruza el semiseco paisaje. Nosotros avanzamos sin dificultad a una buena velocidad promedio de 120 km/h. De pronto, un grupo de diez o doce vehículos nos rebasa por la derecha (acá se rebasa por este lado). Son mexicanos. Se les distingue por las camisetas que llevan sus pasajeros y las banderas que han colocado en la parte frontal o trasera de algunos de los autos. Van en caravana. Una hora y media después de nuestra salida, paramos en lo que en estos rumbos llaman un “oasis”, que no es otra cosa que una simple gasolinería y un pequeño centro comercial y de comida. Estacionamos el auto y ya desde la entrada se nota la multitudinaria presencia mexicana.

Entramos al local y la imagen es impresionante. Cientos de mexicanos han abarrotado el lugar. Sentados en el área para comer, decenas de hombres, mujeres y niños enfundados en playeras verdes y negras ven la pantalla del juego entre Corea y Argentina. Otros tantos entran al espacio de venta de refrescos y botanas. Las filas verdes son de a diez o veinte personas. Literalmente una marabunta de consumidores. “¿Quieres Coca normal o light?”, se oye que alguien pregunta con voz alta y en acento tapatío. Algunos más, afuera, estiran las piernas y toman un poco de sol. Otros aprovechan la oportunidad para ir al baño.

En el estacionamiento, algunos franceses ya están cantando su Allez, allez, La France. Me da la impresión de que intentan provocar la reacción de los mexicanos, pero (otra impresión más) estos todavía no han consumido las suficientes cervezas para contestar y sólo uno que otro se para observarlos o tomarles una foto. El viaje aún debe continuar.

Nosotros avanzamos hacia el lugar en el que pernoctaremos: Mokopane, a unos veinticinco kilómetros al suroeste de Polokwane. Llegamos al punto y dejamos las cosas. Bueno en realidad las dejan Peter y David, ya que yo no llevo ningún tipo de equipaje. La parada es muy rápida. Nuevamente regresamos a la N1, la autopista principal de Sur África, que cruza el país de noreste a suroeste desde Musina, en la frontera con Zimbabwe, hasta Ciudad del Cabo en el otro extremo del país. Sólo nos toma una media hora realizar el último trayecto.

Polokwane es una ciudad tomada por la fiebre mundialista. Todo dirige al estadio. La policía es omnipresente, tanto como la presencia de los visitantes, especialmente los mexicanos. No nos cuesta trabajo dar con el lugar del estacionamiento. Peter, como buen estadounidense, ha planeado todo con anticipación. Iremos al estacionamiento sur. Así lo hacemos. Ingresamos al gran terreno que ha sido acondicionado para recibir a los cientos de vehículos. Paramos e inmediatamente nos dirigimos hacia los minibuses que nos llevaran al estadio.

Sin embargo aún es muy temprano. Apenas son las 4 p.m. El partido no comenzará sino hasta las 8:30 p.m. Peter y David quieren caminar, pero según las reglas de los organizadores eso no es posible, así que tenemos que subirnos al micro. Realizamos una corta fila de espera. Entonces subimos. Unos cuatro surafricanos más lo hacen en el mismo vehículo. Cinco mexicanos siguen en la cola. Ya vienen “chupando” tequila con Coca-Cola. De hecho, a un par de ellos ya se les ve la cara de briagos. Yo les grito que suban, pero al final no aceptan. Esperarán al siguiente. Nosotros vamos hacia el estadio. En el camino, uno de los surafricanos ve mi gorrra e identifica mi nacionalidad. Me pregunta en inglés: “¿Cómo se dice buenas tardes en ‘mexicano’?”. Yo sonrío y le contesto. Peter también ríe ante la inusual pregunta.

Bajamos del microbús y nos despedimos de nuestros amigos. Las calles están bloqueadas por vallas y policías. Muchos mexicanos caminan por las calles. Nosotros decidimos ir al “Fan park” de Polokwane a ver el partido en curso: Nigeria contra Grecia. David se está hospedando con unos griegos, en Joburg, así que se abriga con una bufanda con los colores albiazules y la leyenda “Hellas”. Ingresamos al parque. Nuevamente, cientos de mexicanos ocupan el espacio. El lugar es muy grande. Hay varias zonas acondicionadas para la venta de bebidas, comida y souveniers. En otro extremo una pantalla gigante. Llegamos justo en el medio tiempo del partido entre nigerianos y griegos. Los tres queremos tomar y comer, así que nos dirigimos hacia las carpas que ex profeso han sido montadas. En la más grande de ellas se encuentra el área de bebidas. Dentro, ya la fiesta está tomando grandes dimensiones.

En medio de ella, un grupo de unos treinta mexicanos compite con un grupito de cinco o seis franceses. Estos cantan su invariable Allez... Los mexicanos les responden: “Au revoir, Zinedine Zidane”. Los franceses contraatacan señalando la estrella solitaria sobre el escudo de la federación francesa (el gallito, pues), símbolo del campeonato mundial de 1998. Señalan a los mexicanos con el dedo y después menan la mano en señal negativa, dando a entender que México no tiene ningún título mundial.

Los ánimos mexicanos se caldean un poco y entonces entonan: “Francia va probar el chile nacional. Francia va a probar el chile nacional...” Después ensayan, but of course, el “Cielito lindo” y a los franceses no les queda otra más que acompañar el ritmo del canto con los brazos en alto y las cervezas en la mano. Han sido superados en número. El triunfo en esta trinchera detona un canto más de los mexicanos: “Y ya lo ven, y ya lo ven, somos locales otra vez...”. Gritan y saltan levantando las manos para rematar con un: “Oh io io io, oh io oh io, el que no brinque es un francés maricón”. La mayoría lleva vasos de cerveza en la mano. De hecho, por ahí una mexicana ya se nota medio molesta. El novio es uno de los que encabeza al grupito y de repente se lo está tomando muy en serio esto de la organización de barras o porras instantáneas.

La cerveza se sigue consumiendo en buenas y constantes proporciones. Soy el conductor designado y sólo tomo una. Entonces me pregunto si mi chovinismo no se está manteniendo a raya precisamente en proporción inversa a mi falta de alcohol en la sangre. Todos los demás beben con singular alegría y parecen disfrutar esto de sentirse más mexicanos que Ignacio Zaragoza. No cabe la menor duda, nadie de estos imberbes adolescentes sabe algo de Zaragoza, ni de la intervención francesa, ni de Juárez. Pero qué les importa, se han enterado por ahí que hubo algo así como un 5 de mayo y que los franceses perdieron una batalla, por allá cerca de Puebla y eso les basta para reafirmar el orgullo “nacional”, al ritmo de las Budweisers, hot dogs y Coca-Colas. ¡Viva México, cabrones!

Afuera el frío arrecia y ya nos aproximamos a los 8º C. Bajará aún más, hasta los 5 ó 6, durante el partido. Grecia ha ganado el partido de las 16:00 hrs. Nosotros seguimos deambulando, haciendo un poco de tiempo. Tomamos un café. En una pequeña cancha de futbol, cinco mexicanos, algunos con la bandera nacional atada a la espalda como capa de Superman, se avientan una cascarita contra sus contrapartes franceses. El duelo está parejo y muy aburrido. De pronto, un grupo especial de mexicanos se aproxima. Son Super-chile y Don Andrés. A este último lo reconocí porque lleva la misma camiseta del Atlante que portaba hace algunos días allá en Melrose Arch, en Joburg. Super-chile viste un traje verde de hule espuma que aumenta sus proporciones físicas. Lleva el símbolo de un chile en el pecho y un sombrero rematado con la forma de un chile jalapeño. Va albureando a medio mundo y nadie le entiende (talvez sólo yo). Muchos se quiere fotografiar con él. Don Andrés lleva uno de estos adornos que se ponen en la cabeza y que se utilizan en la Guelaguetza. Son de Oaxaca, de Ocotlán de Morelos. Los saludo y platico con ellos por unos momentos. Están confiados. México va a ganar. Me despido de ellos porque ya llevan prisa.

Nosotros también nos acercamos al estadio. En sus afueras, las transmisiones en vivo de varias cadenas de televisión atraen a los aficionados. Ahí, en una de ellas están un par más de conocidos. Son de Pachuca. Uno de ellos reta al frío. Al estilo mexicatiahui (especie de reivindicadores de la “tradición” mexica apostados en varios lugares, especialmente el Zócalo de la Ciudad de México) uno de ellos va casi desnudo, tan sólo ataviado con par de imitaciones de supuestas vestimentas prehispánicas y portando, al más puro sincretismo posmoderno, un estandarte de la virgen de Guadalupe. Atrae una gran cantidad de aficionados surafricanos. Todos quieren tomarse una foto con él. A mí me da más frío nada más de verlo.

Entramos al estadio, pero David y Peter tienen boletos para otra sección, así que nos despedimos momentáneamente. Yo voy al baño. Salgo y otra batalla. Nuevamente los mexicanos superan en número a los franceses. Prácticamente las mismas canciones que en el encuentro anterior. Sin embargo, ahora aparece por ahí una tarola y un bote de basura sirve como bombo. Los pocos franceses no pueden competir y mejor se integran al desmadre mexicano. De pronto, a los mexicanos les sale lo americanista. Yo ya me imaginaba algo así. "Todos tienen pinta de irle al América", pienso. “Vamos, vamos México, que esta noche tenemos que ganar”, remedan el cántico que cada jornada cantan las barras americanistas. Porras a la vieja usanza, con el “Chiquitbúm a la bim bom ba” y el “ra, ra, ra” acompañan la tertulia. Las cervezas brotan como de un manantial. Uno que otro “O sea ¿no?”, con la perfecta entonación “fresa” de las clases acomodadas mexicanas se deja escuchar.

Es hora de entrar al estadio. Las selecciones calientan en la cancha. Después, la ceremonia protocolaria. Se cantan los himnos con todo el show nacionalista de las banderas y la solemnidad cuasi marcial que lo acompaña. El partido inicia. Toda una mitad del estadio está literalmente abarrotada de mexicanos y la otra tiene grandes manchas verdes. Por allá se lee una manta que dice “Monterrey” y otra con un “Viva México” y una más dice "5 de mayo 1862 cayeron los franceses. Junio 17, 2010 también!!!" (sic). Decenas de bandera nacionales están colgadas. Las vuvuzelas, no obstante, dejan poco margen para escuchar las porras y los gritos de aliento. La ola se apodera de la afición por unos minutos. El partido, durante el primer tiempo, es tenso y muy apretado en la media cancha, aunque los destellos de Salcido, Márquez y Dos Santos de repente dan cierta esperanza. Cada despeje del portero francés es acompañado de un movimiento de manos, como aventando magia y rematado con un sonoro “Puuuuto”.

Llega el segundo tiempo. La tensión aumenta. La fiesta en la tribuna no se corresponde con el marcador. Finalmente llega el gol. Bueno, aquí no me puedo contener y lo grito. Casi me desgañito. La afición mexicana enloquece y comienzan a aventar algunas botellas de cerveza a la cancha (afortunadamente son de plástico). La euforia se apodera con la marcación del penal. Blanco dispara y anota desde la marca de los once pasos. Entonces todo se vuelve un caos en la parte teñida de verde. Vuelan las cervezas y todos gritan. La fiesta del chovinismo más ramplón se combina con ese sentimiento de pertenencia tan respetable entre todos los aficionados. Yo no sé qué pensar. Algo me atrae hacia mi ímpetu nacionalista, pero mi otro yo me lo impide. “No es para tanto”, me digo, para apaciguarme. Otros, la mayoría de los presentes no piensan igual que yo. La selección ha ganado. La defensa de Polokwane de Loreto y Guadalupe se realizó con éxito y la celebración comenzó.

miércoles, 16 de junio de 2010

Numeralia sociológica surafricana.

• Población total: 50 millones (2008)
• Población negra: 79.6%
• Población blanca: 9.1%
• Población mestiza: 8.9%
• Lenguas oficiales: 11
• Porcentaje de personas que hablan isiZulu: 23.4
• Porcentaje de personas que hablan isiXhosa: 17.6
• Porcentaje de personas que hablan afrikaans: 13.3
• 1 peso mexicano = 0.60 rands surafricanos.
• 1 rand surafricano = 1.65 pesos mexicanos.
• Salario mínimo mensual para un chofer de taxi: 1,933 rands.
• Salario mínimo por hora para los mejores puestos en el sector de la ingeniería civil: 33.77 rands.
• Precio del litro de gasolina magna: 14 pesos mexicanos.
• Tarifa por km. recorrido en taxi: 25.67 pesos mexicanos.
• Precio del kg. de azúcar: 10.76 pesos mexicanos
• Tasa de mortandad infantil menor a 5 años (1990): 52
• Tasa de mortandad infantil menor a 5 años (2008): 67
• PIB per capita (2008): US$5,820
• Expectativa de vida (1970): 53 años.
• Expectativa de vida (1990): 61 años.
• Expectativa de vida (2008): 52 años.
• Porcentaje de neonatos con bajo peso y talla (2008): 15
• Porcentaje de la población con agua potable: 93
• Número potencial máximo de personas con VIH (2007): 6.6 millones.
• Número estimado de niños (0-14 años) con VIH infectados por su madre (2007): 280 mil.
• Porcentaje de personas con teléfono (2007): 87
• Porcentaje de personas con acceso al internet (2007): 8
• Precio por mensaje a través del celular: 0.90 rands.
• Precio de una bolsa de papitas de 125 gr. en el centro de Joburg: 9 rands.
• Precio de una bolsa de papitas de 125 gr. en el área de Sandton: 12 ó 13 rands.
• Kilómetros totales de carreteras y caminos vehiculares: 535,000
• Kilómetros totales de autopistas nacionales (aprox.): 14,047
• Kilómetros totales de autopistas nacionales de cuota (aprox.): 3,120
• Muertes registradas oficialmente (2001): 451,936
Tuberculosis (¿Asociado al VIH?): 56,985
Influenza y neumonía (¿Asociado al VIH?): 55,115
Cerebrovasculares: 31,104
Respiratorias crónicas (¿Asociado al VIH?): 20,136
Cardiacas isquémicas: 17,380
Otras cardiacas: 48,927
Diabetes: 16,207
VIH: 9,479
Asesinatos por robo: 1,302
Accidentes automovilísticos: 1,697
Suicidios: 103.
• Número oficial de escuelas registradas (2008): 34,626
Escuelas ordinarias, públicas y privadas: 25,875
Escuelas especiales: 8,751
Primarias: 15,259
Alumnos en primaria: 6,340,478
Profesores de primaria: 193,550
Secundarias: 5,647
Alumnos en primaria: 3,685,938
Profesores de secundaria: 131,448
• Gasto estimado para las fuerzas armadas: 9,982 millones de rands.
• Consejo Nacional de Provincias (senado): 90 representantes.
• Asamblea Nacional (diputados): 400 representantes.
• Porcentaje de asientos en la Asamblea Nacional por partido en la actualidad:
Congreso Nacional Africano: 65.9
Alianza Democrática: 16.66
Congreso Popular: 7.42
Partido por la Libertad Inkhata: 4.55
Otros: 5.47

domingo, 13 de junio de 2010

En medio de un mar verde y amarillo.

Finalmente llegó el día cero. Todos los surafricanos (en una u otra medida) han esperado por varios años la llegada de este día histórico: 11 de junio de 2010. Para aquellos que no son futboleros y sí críticos acérrimos de la organización de esta copa, este día marca el comienzo del fin de los devaneos chovinistas, del dispendio económico y de la insoslayable corrupción que marcaron la realización del evento deportivo planetario.

Yo despierto temprano. Kendall, desde el día anterior, no se mostraba muy confortable con la idea de salir hoy. Él es amante del futbol, pero no va por Sur África (SA). De hecho me ha confesado que va por México. Es un clásico ejemplo de todos esos fans futboleros que no somos ejemplares en el apoyo a nuestras selecciones. Aunque él es de Zimbabwe, SA le ha dado la oportunidad de estudiar y vive aquí desde hace mucho tiempo, así que uno esperaría que el le fuese a este equipo. Pero no, él no piensa que irle a los Bafana, Bafana represente un pago al país que lo alberga en la actualidad.

Desde hace varios días anduve buscando una camiseta de la selección mexicana. No traje ninguna. De hecho, nunca en mi vida he vestido una camiseta del Tri. Pensé que identificándome como mexicano la gente en la calle podría responder ante mí. El punto es que en estas tierras el Tri no existe. No forma parte del negocio multimillonario de la vestimenta deportiva. En estos lugares, es fácil conseguir una camiseta brasileña, una albiceleste de Argentina, de Alemania, Holanda, Italia, Portugal y hasta de España. La de México no cotiza.

En casa, aún sigo pensando la mejor opción para ver el juego. En definitiva, conseguir un boleto fue imposible. Lo más difícil sigue siendo la movilidad dentro de la ciudad. Un amigo que recién llegó el jueves 10 de junio me comentó que en el aeropuerto algunos mexicanos estaban vendiendo entradas para la inauguración. Para mí es complicadísimo realizar un viaje al aeropuerto.

Decido que lo mejor es ir a Melrose Arch, lugar en el que está la réplica del Ángel. Pregunto a mi anfitrión, el Dr. Thornton, la mejor manera de llegar allá. Él se ofrece a llevarme, pero antes tiene que realizar algunas actividades. Le digo que no estoy apurado y que puedo esperar. Después de un par de horas, ya cerca de la una recibo una invitación de un amigo alemán para ver el partido en Newtown, en el centro de la ciudad. Suena atractivo. Cavilo y evalúo las opciones. Me inclino por Newtown. El profesor Thornton no está en casa y no contesta su celular para avisarle que he cambiado de opinión. Le envío un mensaje.

Salgo de casa y me dirijo a tomar un mini bus. Es el mismo que me lleva a Wits. Hay lugar en la parte frontal del taxi. Me subo. Uno segundos después una mujer se sube y me obliga a ir en el por mí temido asiento del que recibe el dinero. Avanzamos y el dinero comienza a llegarme, pero el chofer se ha dado cuenta de que soy un extranjero y algo le dice a la mujer que está sentada a mi lado. Ella recibe el dinero y hace las cuentas. Yo hago como que ayudo.

En las calles muchas personas, todas vestidas en camisetas verdes o amarillas. Algunos van cargando su vuvuzela y de vez en vez las tocan. El tráfico está relativamente tranquilo hasta que llegamos cerca del centro. Entonces el congestionamiento vial es intenso. En el taxi en el que viajo van muchas mujeres y varias de ellas llevan las camisetas de los Bafana, Bafana. Alguien lleva una vuvuzela y la saca por la ventanilla para tocar esa repetitiva tonadita. En otros vehículos la acción es reproducida por más aficonados y así sucesivamente. De pronto, en el sentido contrario un hombre lleva pintada la cara con los colores de la bandera surafricana. Todos en el taxi lo señalan y comienzan a reír con gran algarabía. El chofer también lo ve y ríe con entusiasmo. Pareciera que es algo extraño y exótico eso de pintarse las caras. ¿Qué significado puede tener esto? Quiero realizar algunas reflexiones al respecto.

En primer lugar, me parece que este detalle da cuenta, en alguna medida, de las diferencias que existen entre sociedades tan distantes como la mexicana y la surafricana. La afición a un deporte es una construcción social y cultural colectiva, históricamente determinada. Esas trayectorias históricas van objetivándose de maneras particulares. Estoy convencido que un hombre con los colores de la bandera pintados en su rostro, durante un mundial en alguna ciudad europea o latinoamericana, ahora simplemente pasaría inadvertido. Simplemente no causaría revuelo alguno. Este no fue el caso. Las personas que veían a este hombre reaccionaron de tal manera y con tal sorpresa como me imagino que sucedió durante las primeras ocasiones en que esto acontecía en nuestros países hace algunas décadas. El fenómeno en Latinoamérica está “naturalizado” y de hecho ha perdido relevancia entre los aficionados. Acá es una novedad que genera cierta conmoción.

En segundo lugar, en la afición futbolera el fenómeno de las representaciones colectiva e individual se exacerban considerablemente. Muchos quieren formar parte del evento festivo y se integran a las reglas y prácticas de la misma, tan dispares de las del tiempo de la cotidianeidad. Sin embargo, la promiscuidad simbólica se contrarresta, o por lo menos se pretende contrarrestar, con expresiones individualistas notables. Si todos visten de amarillo, no todos lo usan de la misma manera. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero en cierto sentido, sobre esta dicotomía colectivo-individuo, se basan muchas de las observaciones e interpretaciones sociales en torno a la festividad futbolera. Lo complicado en estas tierras es que la trayectoria histórica que la ha conformado no ha sido estudiada y sigue siendo una zona social y cultural muy desconocida. Aventurarse a dar una explicación sin bases sólidas de observación y conocimiento histórico es muy arriesgado. La superficie ofrece esto: individuos integrados al espectáculo del propio espectador, a la fiesta y al desliz simbólico que ofrece la trasgresión de las reglas de lo cotidiano. Pero ahí en donde parece que todo integra, irrumpe con fuerza el elemento individual, el pequeño retoque de lo “único” e “irrepetible”, de lo “innovador” y “extraordinario”.

Así, las vuvuzelas pululan e invaden los espacios visual y auditivo. Miles las llevan y su sonido de fondo cataliza el ambiente mundialista en la ciudad. Sin embargo, los más atrevidos las modifican y les dan un toque de singularidad: las alargan, pintan, adornan o les modifican la tonalidad para volverlas más potentes o con tonalidades distintas. Eso llamará la atención de los otros. En cierto sentido, la normalidad parece ser la búsqueda de la diferenciación en lo “mismo”. El código de la fiesta deambula entre la integración colectiva y la diferenciación individual. Insisto, este es un acercamiento preeliminar y de ninguna manera significa que para la sociedad surafricana así sea.

El taxi llega al punto en el que habré de bajarme. Me despido de los transitorios amigos que realizaron el viaje conmigo. Camino hacia Newtown. Aquí está el único “fan park” dizque oficial de la F.I.F.A. La plaza “Mary Fitzgerald” está cercada y para ingresar hay que pasar por una pequeña revisión. Entro a la plaza, que del lado este tiene montado un escenario y la pantalla gigante. Del lado oeste se encuentran los locales comerciales y una figura humanoide gigante hecha de cajas rojas de Coca-Cola. La plaza está todavía muy despoblada. Falta una hora y media para que inicie la ceremonia de inauguración. Deambulo un rato. Tengo hambre. Voy hacia unos puestos de comida. Es comida “típica” de SA. Un filete de carne o una pierna y muslo de pollo acompañada de pap. El pap es un potaje muy parecido en consistencia y color al puré de papa. La diferencia principal es que el pap está hecho de maíz. En muchos países africanos se consume este potaje espeso a mano limpia, acompañado de alguna salsa y de verduras con picante. Es como un equivalente energético y culinario al de la tortilla mexicana. Pido un plato y lo engullo rápidamente.

Al terminar de comer, la plaza se está vistiendo de amarillo y verde. El sonido de las vuvuzelas cada vez es más estridente. Yo, ingenuamente, busco compañía nacional. Recorro la plaza y... nada. Los miles de convocados son surafricanos. Hay otros extranjeros, pero mexicano, ninguno. Ando solo y esperando a mi amigo alemán, Michael. No tengo ningún distintivo mexicano, así que mi nacionalidad pasa inadvertida para todos. Sigo caminando y por ahí, escondidos en la masa, veo a un grupito de mexicanos. Una de ellas es una jovencita que me dice es de Ciudad Juárez y va arropada con una bandera mexicana. Está acompañada de un grupo conformada por dos niñas y la madre de éstas. Una pareja completa el grupo. Los saludo. A la madre de las niñas le pregunto por qué no fueron al estadio. Ella me dice: “El papá de las niñas está en el estadio. Nosotras nos quedamos por acá”. Esta declaración la dejo al análisis de género y a los críticos del machismo.

Recibo la llamada de Michael y me encuentro con él. Quiere comer algo y lo acompaño. Pide lo mismo que yo. Ya solo faltan unos minutos para la ceremonia inaugural. Nos mezclamos en medio del mar verde y amarillo. Dos vuvuzelas me retumban en mi oído. “Vaya que son agobiantes”, me quejo. La transmisión desde Soccer City comienza. Los miles de aficionados gritan y bailan. Todo está dispuesto. De pronto, un gigantesco hombre se para frente a mí, como si fuese una broma de mal gusto. “¿Tanto espacio y te vienes poner frente a mí, cabrón?”, pienso. “Un momento. ¿Es él? No, puede ser. Sí es él”, reparo. Es ni más ni menos que Sammy, el hombre que estuvo sentado junto a mí durante la sesión de entrenamiento de los Bafana, Bafana, hace algunos días en Wits. Fue el hombre celebridad, el más entrevistado de todos los aficionados. Nuevamente me lo encuentro. Le palmeo la espalda. Voltea y me reconoce. “Guau, ¿qué haces aquí mi amigo?”, me pregunta. Me abraza y saluda con esa manazas de un hombre de un metro noventa y tantos y ciento veinte kilos de peso. Comienza a decirme que México perderá el partido. Yo le digo que probablemente. Le presento a Michael. Este le dice que va por los Bafana y de hecho viste una playera amarilla.

La ceremonia continúa y Michael se hace amigo de sus vecinos. Les dice que soy mexicano y entonces comienzan a bromear conmigo. El partido está por iniciar, pero antes, un breve concierto. Resulta que la cantante del grupo es una hija de surafricano y mexicana. Canta en español y lo combina con frases en inglés. Sólo tocan dos rolas. Ahora la pantalla transmite la entrada de los equipos a la cancha. Ahí están Sepp Blater por la F.I.F.A., Jacob Zuma, el presidente surafricano y... no, no puede ser... Calderón. “Y el muy hijo de... está saludando de mano a los jugadores”, me digo maldiciéndolo. Los está salando. Un poco de alivio; también les está dando la mano a los Bafana. El himno mexicano ni se escucha. De todas maneras no lo iba a entonar. Me chocan esas cosas. Cuando tocan el de SA todos cantan y hacen el ademán de llevar su palma derecha a la altura del corazón, como los gringos. “Qué cursilerías nacionalistas”, pienso.

En fin. El juego comienza. Los primero veinte minutos son de total control del Tri. Como se esperaba, el Guille falla todas las que puede. Le echa ganas, pero su cuerpo no le da. Es tan tronco como lo fue en su tiempo Peláez. Las oportunidades de gol mexicanas tienen paralizados a los surafricanos. Sammy me voltea ver nervioso. Las vuvuzelas no se escuchan. Sólo se oyen los murmullos de las nerviosas pláticas. Cualquier toque del balón por un Bafana es coreado, pero el equipo pierde el balón tan rápidamente que no da tiempo para corear con más fuerza. Y entonces todos callan. Vela anota. Yo hago un ademán discreto de celebración. “Offside”, me dice Michael en tono burlón. Repiten la jugada. Sí, fuera de lugar. Los surafricanos vuelven a la vida. Pero no acaban de creer lo que están viendo. Los sueños parece que se van a resquebrajar mucho antes de lo que pensaban. Pero yo pienso: “Amigos surafricanos, están jugando ante México. Ustedes no saben cómo se las gasta el Tri”. Casi estoy presagiando lo que pronto se vendrá. Termina el primer tiempo.

En el segundo tiempo las fuerzas se balancean y los aficionados surafricanos que me rodean y sobrepasan comienzan a sentirse más confiados. Las vuvuzelas arrecian el volumen. Entonces sucede lo que tenía que suceder. Un vertiginoso ataque por el centro que desplaza el balón al lado izquierdo culmina con un tremendo disparo al arco mexicano. Bafana, Bafana anota y el frenesí se apodera del parque. Todos brincas, gritan y se abrazan. Soy la única alma que se menea los cabellos y se queda paralizada. “Lo sabía, lo sabía”, me digo. Clásico del equipo mexicano. La algarabía por el gol continúa unos minutos. Sammy me dice que anotarán dos goles más. Aguirre realiza los cambio de Guardado por Vela y de Franco por Blanco. El juego nuevamente entra en un impasse y la afición surafricana se vuelve a concentrar en el juego. De pronto, y de una jugada sin mayor mérito llega el centro de Juárez que supera a toda la defensiva Bafana. Marquez controla y literalmente fusila a Khune, el portero. Otro balde de agua fría. Yo solamente cierro los puños y volteo a ver Sammy que me ve con ojos de incredulidad.

El partido termina empatado. Los aficionados están contentos y muchos ya están francamente muy borrachos. Sammy se tiene que ir y se despide de mí. La fiesta comienza. Michael y yo vamos por unas cervezas a un bar aledaño. Todos están atascados de gente. Las barras de los mismos están rodeadas de gente y es casi imposible acercarse por una cerveza. Tenemos que esperar unos veinte minutos por un par de ellas. Las vuvuzelas siguen retumbando en mis oídos. La noche ha caído. Las cervezas fluyen, pero con lentitud. Bebemos unas tres más y ya la cosa se está poniendo un poco sórdida, además de que no tenemos forma de regresar a casa. Contactamos un taxi y al cabo de unos quince minutos llega por nosotros. En el trayecto hacia el taxi tengo mi primer encuentro con la temida “violencia” surafricana. Al pasar junto aun trío, uno de ellos golpea mi hombro. Yo volteo para disculparme. Él hace lo propio y se acerca a mí con rapidez. Me toma de la mano y me abraza. Yo percibo un aire anormal en su forma de pedir disculpas. Me meto las manos a los bolsillos. Casi de manera simultánea él también introduce una de sus manos en uno de mis bolsillos. Quiere extraer la cámara fotográfica, pero no puede. Me dice algo así como: “Una sincera disculpa. Yo no soy de esos que andan por la calle...” y en ese instante imita como si me estuviese clavando una navaja en el abdomen. Me suelto de él y me retiro. No pasa nada, pero el evento de cualquier manera es perturbador. Llegamos al taxi y nos dirigimos a casa.

sábado, 12 de junio de 2010

“Yo sí sigo al Tri hasta Sudáfrica”.

He encontrando una página en Facebook que pretende ligar a los mexicanos que vendrán o ya han llegado a Sur África (SA) para ver algunos partidos del Mundial. El título de la misma “Yo sí sigo al Tri hasta Sudráfrica” ya denota ciertas características del aficionado que vendrá hasta estas lejanas tierras: no sé si estén de acuerdo, pero pienso que expide cierto tufo de presunción (dudo un poco en catalogarla de clasista, pero... bueno, ustedes dirán). El punto es que para venir a SA muchos de los mexicanos tuvieron que pagar exorbitantes cifras de dinero, que rondan los US$10,000 por persona ¿Quiénes pueden pagar esas cifras? Conozco muchos aficionados al futbol en México que ganas no les faltaban. Billete es lo que se necesita.

De esta forma, sin temor a equivocación, una de las características más fácilmente identificables, y no por eso menos importante, es la pertenencia de clase de la mayoría de los mexicanos que viajaron hasta SA para ver al Tri durante la Copa del Mundo: son parte de la elite económica (¿mucho atrevimiento si le digo burguesía?). Esto no quiere decir que todos encajen en esa categoría. También, sin lugar para las dudas, se encuentran viajeros de las clases medias mexicanas que con esfuerzos ahorrativos y de buena planeación han logrado realizar el periplo.

Ayer fui a Melrose. Uno de los suburbio más chics de Jo’burg. Se encuentra relativamente cercano a Sandton, tal vez el más opulento de todos. Como ya deben saber muchos de ustedes, el Gobierno de la Ciudad de México ha traído hasta acá una réplica del Ángel de la Independencia y lo ha instalado en medio de un vil centro comercial. Este será el punto de encuentro de muchos compatriotas y mexicanos avecindados en E.E.U.U.A. Como todo mall, el de Melrose Arch ofrece mercancías y más mercancías. Pero lo más importante en una ciudad como ésta, tan saturada de sensaciones perturbadoras por la criminalidad y el morbo que éste genera, Melrose Arch ofrece: seguridad. O por lo menos la versión globalizada de la seguridad. Aquí, las posibilidades de que un negro mal encarado, imagen terrorífica enclavada y alimentada en el inconciente de los clasemedieros y ricos (tanto locales como extranjeros), te saque una pistola, viole a tu mujer (y a ti de paso), te saque la cartera, te golpeé y descargue sobre ti todas sus frustraciones, son casi nulas.

En este espacio estás seguro, rodeado de un ambiente familiar, conocido y reconocible: tiendas igualitas a las de Santa Fe, imitaciones de calles y de plazas con música de fondo. En fin, un verdadero paseo por todo aquello que ya de antemano se conoce. ¿Para qué buscarle? ¿Para qué salir a la calle de a de veraz? En el centro de Johannesburgo hay mugre y depredación social. “El tejido social se ha degradado en esos lugares”, dirá por ahí algún sociólogo trasnochado de la época de Spencer. ¿Para qué, si en Melrose puedes caminar viendo aparadores, sentarte a tomar un cafecito y una cerveza con la plácida y reconfortante sensación de que estás en Perisur o la Macroplaza? Y el Ángel es gratis. O bueno, habría que preguntarle al G.D.F. cuánto costó su instalación. O cambio de qué se le concesionó a la empresa Una probadita de México (tal cual y sin albur) o por qué aparece una manta del gobierno capitalino promocionándose por estas tierras. Yo no lo sé y no quiero especular.

Kendall me acompaña y caminamos entre estas pseudo-calles del mall. Todo el paisaje urbano es de utilería y sirve sólo para crear esa sensación de seguridad. Sin embargo, nosotros vamos cuidando de que no nos asalten con el arma más poderosa: una cuenta o un vaucher que firmar. “¿25 rands por un simple café?”, despotrico para mí mismo cuando veo la carta de un cafecillo dizque muy chic. En realidad, nosotros vamos en búsqueda del falso ídolo cubierto de oro.

Antes, nos encontramos en medio de una de esas imitaciones de plaza. Ahí se está instalando una pantalla gigante para que la gente pueda ver los partidos del mundial. En uno de sus costados veo a un grupito de personas. Indudablemente son mexicanos. O por lo menos eso es lo que algunos de ellos están tratando de decir con las vestimentas. Dos de ellos llevan sombreros de charro puestos y sendos sarapes tricolores con sus respectivos escudos de la Federación Mexicana de Futbol estampados a la altura del pecho. Otro de ellos, más discreto, sólo lleva una chamarra verde, una mochila con insignias del futbol nacional y una réplica de la copa de la F.I.F.A. Todavía menos visible, uno de ellos viste una chamarra del equipo de sus amores: El Pachuca. Otro, de plano sólo tiene la cara y el acento chilango al hablar como signos de identificación. “Mi buen, eres igualito a uno de mis tíos”, me digo en silencio. Es que ese bigotito que usa, caray...

Me acerco a ellos y hago una de las preguntas más estúpidas que se pueden hacer, pero que de una u otra manera funciona porque al parecer es lo que ellos mismo esperan: “¿Mexicanos?”. “Sí”, dicen casi al unísono e inmediatamente me lanzan de vuelta la obviedad: “¿Tú también?. “Sí”, les respondemos al unísono mi otro yo y yo mismo. Y como que al principio no me hacen mucho caso y siguen con su plática. Pongo atención y me doy cuenta de que están rememorando viejas anécdotas. Uno de ellos, el de la chamarra verde le está diciendo al que viste la del Pachuca que dudaba si era él u otra persona, pero una vez que se acercaron lo reconoció. Ya se conocían del mundial anterior, en Alemania 2006. Se encuentran de nuevo. "¡Qué chiquito es el mundo! ¿O será que la lana sí corre sólo en ciertos circuitos?", cavilo con dudas.

Como es de esperarse los recién reencontrdos amigos se “güeyean” (es decir, se dicen mutuamente “güey” al final de cada frase, la cual es una palabra muy usuada en el eslang del mexicano). Bromean entre ellos y recuerdan que en Alemania se emborrachaban alegremente. “¡Hasta las nalgas enseñaste!”, le dice el de la chamarra verde al pachuqueño y empiezan a carcajearse. “Sí, pero ya estaba bien pedo (borracho)”, responde el otro entre más risas.

Mi presencia no les incomoda, pero tampoco les genera mucha atención. Reiteran, buscando más precisión, la pregunta de mi origen, pero ahora quieren saber la ciudad. “Del D.F.”, les digo. “Y él es mi amigo, Kendall. Es de Zimbabwe”, les digo mientras presento a mi guía. Lo saludan e intercambian apretones de manos. Kendall está fumando así que uno de ellos le pide un cigarro. Yo intervengo y le digo que Kendall compra cigarros de uno en uno. Entonces la inercia cambia un poco y empiezo a platicar con uno de ellos, con el de la chamarra verde. Me dice que es del D.F., pero que actualmente vive en Praga. Me comenta que está en su año sabático y que actualmente vive con una checa. “Están bien buenas las checas”, me dice. Ya más suelta la conversación, me comenta que es investigador del Politécnico Nacional y que en su año sabático decidió irse con su novia a la República Checa. Desde allá se puso en contacto con sus amigos, los dos con sombreros, que viven en Los Ángeles. Arreglaron detalles y vinieron a SA. Rentaron un auto y están a punto de emprender la ruta hacia el Soccer City. “No queremos que nos agarren las prisas el día de la inauguración. Por eso desde ahora vamos a ver cómo llegamos allá al estadio”, afirma uno de los sombrerudos. Seguimos platicando un poco más acerca del partido del viernes y antes de despedirnos el camarada del Politécnico me dice algo que me llama la atención después que yo le he comentado que estoy realizando una investigación antropológica sobre los mexicanos que visitan SA: “Qué bien. Poco a poco te los vas a ir encontrando. Tú sabes, los mexicanos nos juntamos entre nosotros y nos echamos la mano. Ayer, en la inauguración de la réplica del Ángel, un muchacho, cuyo hospedaje se le había agotado, consiguió casa con otros mexicanos. Así de fácil. Una vez te apoyan a ti y otra tú a los demás ¿no?”.

Kendall y yo nos despedimos de este grupo. Vamos rumbo al Ángel. Está a unas dos cuadras de distancia. Llegamos a esta otra especie de plaza. La réplica se encuentra en una de sus esquinas. La imitación es sólo del ángel que corona la columna en Reforma. De la base no hay reproducción alguna. Detrás de éste, una manta translúcida patrocinada por el Gobierno del Distrito Federal. “Ciudad de México. Ciudad en Movimiento”, indica el eslogan. Dos fotografías del propio Ángel, allá en el D.F., y una más del asta bandera del Zócalo con la cúpula de la catedral de fondo, completan el telón de fondo. Una cédula informativa al frente da referencias históricas mínimas del monumento y del por qué se ha decidido llevar une réplica de éste a SA.

Ya por ahí se dejan ver los compatriotas. El elemento distintivo: las camisetas y chamarras verdes (o las nuevas de color negro). Otros más visten sarapes y máscaras de lucha libre. Uno más por ahí lleva una especie de penacho sobre la cabeza. Por allá, en una esquina, una solitaria mujer está vistiendo una camiseta de los Leones Negros de la Universidad de Guadalajara. ¿Puede alguien creerlo? Nos acercamos a ella. La saludamos. Yo le pregunto si es de Guadalajara. Ella, con inconfundible acento tapatío, me responde que sí. Le señalo lo extraño que es ver una camiseta de ese equipo (que hace varios años desapareció del circuito de la primera división mexicana y ahora está de vuelta en la primera “A”) en este lugar. Ella sonríe y me dice que sí, pero que actualmente estudia en esa universidad y que porta la camiseta con orgullo. Conversamos un rato sobre el Ángel y después, en una derivación de la charla en torno a las posibilidades de la selección mexicana en este mundial y de la pésima historia que ha tenido en estas justas, ella me comenta lo siguiente:

“La selección tiene muchas probabilidades de ser campeona. La historia no cuenta. Todo depende de la mentalidad (señalándose la cabeza). Yo por ejemplo entré a estudiar leyes en la U. de G. Ya no estoy tan joven. Mis hijos ya terminaron su licenciatura. Yo cuidaba el hogar y de pronto me dije: ‘¿Por qué no puedo estudiar lo que siempre he querido?’. Me inscribí de tiempo completo en la licenciatura y voy todos los días. Yo me siento fuerte y con muchas ganas. Entonces, si yo puedo ¿por qué no va a poder la selección? Ellos son jóvenes y tienen todo por delante. Si quieren van a poder. Yo no veo por qué México no puede ser campeón. Claro que se puede”.

Nos despedimos de ella y seguimos rondando la plaza. En alguna otra esquina, un presentador (tiene acento británico) junta un par de chicas entalladas en uniformes estilizados de los seleccionados de Uruguay y de Italia. Es un concurso de belleza y están filmando. Algunos parroquianos se apresuran a tomarse fotografías con las chicas (yo no, ¡qué conste!).

Otro presentador, de Univisión, entrevista a cuatro enmascarados mexicanos. Al final de la entrevista, los cuatro se le van encima y le recetan unos cuantos empujones y golpecillos en la cabeza. “Esta es la celebración mexicana en Sudáfrica”, dice el presentador mientras se recupera de la supuesta tunda.

Comienza a atardecer. Kendall se pone nervioso. Ya casi son las cinco y los taxis colectivos dejaran de circular. “Tenemos que irnos”, me dice con tintes de orden. Entiendo su preocupación, ya que él tiene que tomar su transporte antes de las 6 p.m. Después no hay forma para él de llegar a casa sino a pie. Yo quiero quedarme a la fiesta que habrá a las 8 p.m., pero mi compromiso con Kendall está primero, así que con todo el pesar de mi corazón, emprendemos el camino de vuelta.

miércoles, 9 de junio de 2010

“After robot”, los “Bafana, Bafana” y “Shosholoza”.

Espero, en la equina de la Av. Barry Herzog y The Braids, en Greenside, la llegada del taxi (colectivo). Veo que una destartalada combi o ichi van de color blanco se acerca. Señalo con el dedo índice hacia arriba. El conductor realiza la misma señal con la mano sobre el volante. “Ya está, este me lleva al centro de Jo’burg”, me digo. Subo a la tercera línea de asientos. Cada taxi puede llevar cerca de dieciocho personas, bien empacaditas en cuatro líneas de asientos. Los sillones de la extrema izquierda, lado por el que se desciende en estas latitudes, situados en la parte trasera del vehículo, son abatibles para permitir la entrada y salida de los pasajeros.

Una vez arriba del taxi comienza la travesía cultural. Para mí no es tanto un viaje por las calles de Jo’burg, sino un recorrido, incomprensible en muchos sentidos, a través de las costumbres de los habitantes de esta ciudad. Llevo los siete rands exactos para pagar. Tres monedas de 2 y una de 1 rand. Entonces la mujer que está a mi lado voltea hacia mí. Intuyo que quiere el dinero. Ella lleva un billete de veinte rands y recibe mi dinero. Hace cuentas con la mujer que la flanquea por el otro lado y, una vez realizadas las cuentas, envía el dinero hacia delante. “Tres”, indica, mientras el dinero pasa de mano en mano. No lo recibe el conductor, sino el pasajero sentado en la parte frontal del vehículo. Pasan dos billetes de veinte rands de la fila trasera: “Cuatro”, se oye decir, mientras avanzan los billetes. Nuevamente los recibe el pasajero de enfrente. Ahora va el cambio de vuelta, realizando la operación en sentido contrario. “Cambio de cuatro”, se le oye decir al pasajero que está recibiendo el dinero. Son monedas y billetes, así que los pasajeros que pagaron con esos billetes se tendrán que poner de acuerdo entre ellos para el cambio correspondiente. El chofer está más que concentrado en ganarle el pasaje al taxi que lo viene siguiendo. Él todavía no recibe el dinero. Ya lo recibirá después. Mientras tanto me voy acercando a mi destino.

“After robot”, escucho decir. “¿Después del robot?”, me pregunto. No sé, supongo que es algún lugar. El taxi para y baja quien lo solicitó. Entonces comienza un pequeño via crucis. La señora que está sentada en el sillón abatible y que permite la salida es muy grande y pesada. El sillón está en tan malas condiciones que ella tiene que impulsarse hacia delante, pero una bolsa más o menos grande que lleva consigo le dificulta todavía más la acción. Intenta sujetarse de los asientos de enfrente, pero no puede, así que mueve su gran trasero en un intento por desplazarse hacia delante. El chofer voltea y la mira con cierta malicia como diciéndole “Apúrese”. Ella finalmente logra sujetarse y se levanta con dificultad. Ahora intenta abrir la puerta, pero ésta no se deja. Abre la ventanilla, ya con ciertos jadeos. Saca la mano y abre por fuera. Desplaza la puerta y sale. El pasajero que habrá de salir se encuentra en el asiento más arrinconado, lo que obliga a que tres pasajeros más salgan de la combi. Por fin, el pasajero sale y todos regresan a sus lugares. La mujer vuelve a sufrir un poco para subirse y yo simplemente suspiro de lo cansado que me puse nada más de observar la acción.

Pero también estoy un poco ansioso porque no sé bien a bien cómo pedir la bajada. Otro pasajero más repite la frase: “After robot” y el taxi frena unos metros más adelante. El via crucis de la mujer comienza de nuevo. “Pues así diré”, pienso. Ya estoy cerca del punto en el que descenderé del vehículo. “After robot”, digo con un poco de seguridad. La combi para y la mujer ya no está sentada en ese lugar lo que facilita mi descenso.

Estoy justo fuera de la Universidad de Wits. Tomo mi cartera y me perfilo a la entrada. Unas puertas giratorias impiden el paso. Instaladas al costado de cada una de ellas unos sensores electromagnéticos accionarán el mecanismo de entrada, una vez que se ha desplazado la credencial de la escuela en alguno de ellos. Entro al campus. Hoy no desayuné en casa, así que me dirijo a una de las cafeterías. Pido un capuchino y agarro un sándwich. Pago y me perfilo hacia mi flamante cubículo. Me siento raro con eso del cubículo. “Investigador invitado, si me vieran en México", me digo meneando la cabeza.

Me he quedado de ver con Kendall a las 10:30. El cubículo está abierto, lo cual indica que la alumna con la que lo comparto está en él. Así es. “Hola” les digo a ella y a su acompañante, otra alumna del departamento. “Hola. Kendall ha venido a buscarte”, me dice. “Gracias. Me quedé de ver con él un poco más tarde”, le digo. Entro. Ellas platican un poco más y salen. Cinco minutos más tarde, Kendall entra. Nos saludamos. No tenemos planes para hoy, así que cualquier cosa está bien.

Lo primero que me viene a la mente es eso del “robot” y entonces le pregunto. Él me dice que un “robot” es un simple semáforo. Pensándolo dos veces, tiene lógica. Un semáforo es un robot que controla el tráfico en vez del policía de crucero. En fin. Le pregunto a Kendall qué podemos hacer. No está muy seguro y duda sobre las posibilidades. En eso, el ayudante administrativo del Departamento, Theo, entra muy entusiasmado y nos dice que a las dos de la tarde estarán entrenando los Bafana, Bafana, ahí en el estadio de la Universidad de Wits. El único problema: se necesitan boletos y nosotros no los tenemos. Rápidamente ideamos la estrategia. Theo dice que en los días previos se supone que debieron haber mandado correos a todos los integrantes de la comunidad de Wits, incluyendo a los estudiantes y profesores. Quienes contestaron ese correo se hicieron acreedores a un boleto gratuito para la sesión de entrenamiento de los Bafana, Bafana. No es nuestro caso.

-¿No tienes una carta de aceptación y de tu plan de trabajo? -me pregunta Theo.
- Sí. Pero necesito imprimirla –le respondo.

Yo empiezo a comprender sus intenciones. “Él quiere que yo juegue el papel de turista para obtener unos boletos”, pienso, mientras voy ensayando mentalmente algunas caras compungidas e inocentes. Así es, Theo confirma mis sospechas: vamos a ir a solicitar boletos con mi carta de aceptación y plan de trabajo en Suráfrica. La oficina en donde entregan los boletos no está muy lejos y yo voy soltando el cuerpo y relajándome para la actuación. “Querido San Lee Strasberg, ayúdame, por favor”, le pido al creador del método del Método de la Actuación. Llegamos a la oficina, en cuya entrada hay una pequeña fila. Avanzan con rapidez. La mujer detrás del escrito nos mira.

- Nombres…
- Es que nosotros venimos… -intenta decirle Theo.
- Si no están en la lista muévanse, por favor. Hay gente esperando –refunfuña la burócrata.
- Pero es que nosotros…
- Les digo que se muevan –insiste.
- Es que yo vengo de México y quiero ver si podemos obtener unos boletos –le digo con la cara más inocente que puedo poner.

Ella me mira y voltea a ver a su compañera. La otra mujer me ve de reojo. Me dice que espere. “Creo que ya la hicimos”, me digo. Theo sale porque conoce al hombre al que le acaban de entregar un boleto. Kendall y yo nos quedamos dentro de la oficina. La segunda mujer me dice que le explique rápidamente. Yo le digo que estoy haciendo una investigación y que vengo de México y bla, bla, bla. Como decimos por allá, le echo un “choro mareador”. Eso sí, mi cara de tonto no la quito ni un segundo. “¿Cuántos son?”, pregunta. “Tres”, le digo. “No, te doy dos”, afirma. Trato hecho, los aceptamos. Kendall y yo salimos y Theo sigue ahí. El autor intelectual de la movida se ha quedado sin boleto. Mi corazón se rompe, pero el show debe continuar. Más adelante, de cualquier forma, él recibirá un boleto por otro medio. Todos satisfechos.

Ahora a caminar. La sesión empieza a las dos de la tarde y ya sólo faltan veinte minutos. El estadio está como a un kilómetro y medio de distancia. Hace calor. Yo me quito la chamarra y mi playera dorada de los Pumas reluce con fulgor bajo los rayos del sol. Llegamos al estadio y muy pronto ingresamos. Unas doscientas personas nos acomodamos en las gradas. De pronto un camarógrafo aparece. Es de Televisa. Me ve y observa mi playera. “¿Y tú que haces por acá con una playera de los Pumas?”, me pregunta. Le cuento mi historia. Entonces le comenta a la reportera. No recuerdo su nombre, pero es la que está en cancha cuando juegan los Pumas en C. U., creo. Ella es aficionada Puma y me enseña su pulsera auriazul. Me hace una breve entrevista y se despide mí.

El desfile de periodistas es impresionante. Junto a nosotros, un tipo alto, negro y corpulento, Sammy, se convierte en la estrella del día. Las televisoras de varios países lo entrevistan: tres cadenas brasileñas, los canadienses, los japoneses, los coreanos y varios más. Viste una bufanda, una camiseta y un gorro verde y amarillo, colores por excelencia de los Bafana, Bafana. La fiesta comienza y todavía el seleccionado surafricano no ha salido al campo. De pronto irrumpe el canto:

Shosholoza, shosholoza
Ku lezontaba
Stimela sphuma eSouth Africa
Wenu yabaleka
Wenu yabaleka
Ku lezontaba
Stimela siphum' eSouth Africa


Mientras cantan, se balancean, zapatean con fuerza y aplauden. “Moverse rápido y con fuerza/A través de esas montañas/Tren de Sur África/Te vas/Te vas/A través de esas montañas/Tren de Sur África”, rezan los coros. El canto simboliza la salida de los emigrantes trabajadores a la Ciudad del Oro, como es conocida Johannesburgo. Los emigrantes de otras regiones y países siguen llegando a Johannesburgo.

Los Bafana, Bafana saltan al terreno de juego hasta las cuatro de la tarde. Son los rivales del Tri el próximo viernes y será la vez que más cerca esté yo de ellos. Primero aparece Carlos Parreira, director técnico brasileño. Después los jugadores. Kunhe, el portero; Booth, un defensa; Pienaar, el mediocampista más talentoso del equipo y Katlengo Mphela, el delantero, son sin duda, los más populares y queridos por la afición surafricana. La fiesta durante el entrenamiento sigue. Nosotros no hemos comido, así que hay que retirarse e ir por algo para mitigar el hambre. Mientras tanto, a lo lejos se siguen escuchando las vuvuzelas y el canto de Shosholoza.

lunes, 7 de junio de 2010

El espíritu condechi en Jo’Burg.


Una ciudad está atrapada, formada, construida por sus contradicciones. Desde la perspectiva del mundo moderno y occidentalizado, cualquier entidad (llámese individuo, clase, etnia) está forjado por fuerzas contrarias y complementarias que le dan vida. El psicoanálisis y el materialismo histórico (que por cierto hoy amaneció de luto perdiendo a uno de sus grandes filósofos latinoamericanos, Bolívar Echeverría) dan cuenta de ello: libido y tanatos, burguesía y proletariado.

Johannesburgo no es la excepción. Los townships (negros) tienen sus contrapartes ricas y clasemedieras que las contradicen y complementan dialécticamente. Una de ellas es Melville. Localizado tan sólo a unos cuantos kilómetros del centro de la ciudad, el suburbio de Melville es una variación surafricana de nuestra pretensiosa colonia Condesa en la ciudad de México. Algo así como el Belgrano porteño con muchos “chetos” poblándolo y dándole vida.

La Calle 7 de Melville provoca: bares, cafés, pizzerías, lounges, libros. Cuatro cuadras que comprimen las aspiraciones pequeburguesas de los habitantes (casi todos blancos) de Jo’burg. Un poco de bohemia, que aún guardan algunos de sus locales comerciales, da la pelea en contra de la abrumadora sensación comercial y globalifílica del espacio. Es el lugar de los clichés, de los estereotipos, de la fabricación en masa disfrazada de arte “cool”. La pizzería tiene que sonar, oler y verse como Italia. Sólo que el Italia no suena, ni huele, ni se ve como en Melville. Esto es Disney.

Estoy por mi cuenta. Kendall no está conmigo, él no transita estos lugares, imagino. Voy en búsqueda de un lugar en donde ver el partido de los Bafana, Bafana en contra de los daneses. “¡Ah chinga!, ¿a poco los daneses van a jugar el mundial?”, me asombro ante la noticia, tan solo un día antes. Bueno, pues sí, los rivales de grupo del Tri y anfitriones de la Copa jugarán contra los daneses. Yo divago un poco y recuerdo haber visto, apenas unas semanas atrás el Anticristo de Lars von Trier. Tremenda película del director danés, en la cual William Dafoe protagoniza el papel de un psicoterapeuta con problemas de pareja (¿qué sorpresa?) y al final su mujer le atornilla una rueda de piedra en la pierna. Formidable idea para detener los ataques surafricano, francés y uruguayo… y de pronto regreso a la realidad. “Qué digresión tan elemental y estúpida. Este es un blog antropológico, no un programa de cotilleo de TV Azteca”, me reprocho.

Sigo tanteando el terreno. Todo parece tan sobrecargado de... Sí, de ese ambiente, de ese espíritu condechi (de la Colonia Condesa, otra vez), del mundo “fresa” y de la pose. De pronto: “Café Mexicho”. Afuera una bandera mexicana colgada. La puerta, como la de una película del viejo oeste, flanqueada por dos barritas en las cuales se encuentran tomando cervezas sendas parejas. Entro sólo por curiosidad. En la barra un hombre atiende: “Hola. ¿Un bar mexicano?”, le pregunto. “Sí, sí”, me dice. “Qué bien. Yo soy mexicano”, le reviro. “Welcome home”, me responde. En realidad he entrado por una cerveza (Corona, de preferencia) y quisiera ver el juego de los Bafana, Bafana de forma relajada, que está por empezar, sin pensar mucho en la “insolvencia cultural” de este espacio. Pero no puedo resistirme y la curiosidad me gana. Inmediatamente me pongo a husmear en “mi casa”. Las sospechas se confirman: la impostura se palpa con fuerza. “¿Qué demonios tiene que ver Clint Eastwood con México?”, me pregunto. Está bien: El Bueno, El Malo y El Feo, ¿y eso justifica en póster de esta película pegado en una de las paredes como representante de la cultura nacional? Al fondo aparece Frida ¿alguien pensaba que no? Pero ni un Pedrito: ni Infante, ni Armendáriz, ni Vargas. Vaya ni siquiera el Fernández. Miro con sorpresa otro cartel (“si por lo menas fuera el de Juárez o del Golfo”, me autocomento) de Los Siete Magníficos. México mirado por la lupa de Hollywood; y de un Hollywood ni tan actualizado. Sombreros, cactos, huaraches y zarapes y hasta ahí llega nuestro país. Nada más estaba esperando el momento en que por el suelo apareciera un ratoncito con sombrero gritando “¡Yepa, yepa, arriba!” y un par de cuervos sobrevolando dentro del local buscando “un chapulinzote”. Eso hubiese completado el cuadro de manera perfecta.

Esto no es todo, ni lo mejor. Como es de esperarse, las bebidas corren a la cuenta de Corona y José Cuervo. “Cuervo Nation. República de Cuervo, a state of mind”, reza el eslogan publicitario de la empresa tequilera. Diageo, poderosa transnacional que controla las marcas Smirnoff, Johnny Walker, Guinness y Baileys, hace lo propio con José Cuervo. De esta manera, el tequila, en su forma industrial y de mercado planetario, se planta como el embajador más fuerte de la “cultura” mexicana. Ahí, está también Corona, omnipresente, como presume allá en nuestras tierras: “De México para el mundo”. Vaya que sí. En fin, basta de tanto estrés. “Una Corona, please”, digo con cierto tono de seriedad. “Sí. Son R25”. Ah, caray, casi $50, ni modo, ya la abrió, me la tomaré.

Salgo y continúo mi recorrido. Avanzo unas cuadras más y me topo con la Main St. En la esquina, dos teporochos (vagabundos bebedores, para los que no conozcan el término) me interceptan. Uno de ellos me saluda de mano y no sé qué me dice. No me suelta y yo sonrío lo más amablemente que puedo. Percibo que lo que quiere, but of course, es dinero, pero yo juego mi carta de turista y sigo, zafándome de su apretón. Continúo mi camino y ellos ríen y comentan algo entre sí. Hay un club nocturno (que ya está abierto de día), luego un cajero automático y finalmente un Pub (bar) con la televisión prendida y el juego recién comenzado. De aquí soy, me digo.

El lugar es pequeño y oscuro. La barra de madera, al igual que las escaleras que llevan a la especie de tapanco (barbacoa, le dirían los cubanos) que funge de segundo nivel. Una mujer y dos hombres sentados a la barra. La tele a un costado de ésta. Todos ven el juego excepto un hombre que opta por leer el periódico. Después me enteraré que es el dueño del local. “Una cerveza, por favor”, ordeno con cierta autoridad. “¿Cuál?”. Mi autoridad se viene abajo. No conozco las marcas. Eso lo debí de haber investigado antes. “La que sea”, digo encogiendo los hombros. El barman me mira y entonces voltea a ver al hombre que lee el periódico, quien le dice: “Dale una Castel”. Y ahí está la Castel frente a mí. “13 rands”, me dice el barman. El hombre con el periódico me mira. “¿Se paga por adelantado?”, pregunto. “No siempre. Te podemos abrir una cuenta”, plantea. “Está bien. Ábranme una cuenta”, le reviro.

Todos son negros y más comienzan a llegar. De pronto un par de blanquitos (muy jóvenes) entran al bar y piden un par de cervezas. Vienen con la playera de Bafana, Bafana. La mujer que está sentada a mi lado, una cincuentona desdentada está muy pendiente del juego. Pero el partido es demasiado malo y prácticamente no fluye, se queda atorado en el medio campo. “¿De dónde eres?”, me pregunta. “De México”, le respondo. “¿Qué idioma hablan en México?”, continúa. “Español”, le digo. “¿Cómo se dice welcome en español?”, insiste. “Bienvenido”, le traduzco. “Ah pues bienvenido”, me dice con una sonrisa y levantando el vaso.

El partido sigue igual de malo. En uno que otro remedo de ataque la mujer brinca y pide que tiren a gol. Se lamenta de que así no sea. Conoce los nombres de todos y cada uno de los jugadores. De repente, para sí misma, comienza a entonar una especie de canto mientras clava la mirada al televisor. No sé si está pidiendo algo de forma espiritual o simplemente sigue una melodía de apoyo al equipo. Seguimos platicando un poco. Ella piensa que México está en España (por lo del español) y le tengo que explicar que eso no es así. La plática se vuelve más amable y se incorporan otros parroquianos. Todos esperan con mucha emoción el partido inaugural. Me dicen que el Tri perderá ante los Bafana. Yo, como buen aficionado mexicano que ha perdido completamente la fe en la selección, simplemente asiento. Las cervezas siguen y casi al final del encuentro un pase de Pinnar a Katlego Mphela perfora la defensiva danesa. Éste dispara cruzado y vence al portero danés. Como con resorte, todos brincan y comienzan a gritar: “Wu, wu wu, wuuuuuu, ¡laduma!, ¡laduma!”, grita la mujer muy emocionada, mientras palmea mi espalda. Laduma es gol en zulu.

El partido acaba y comienza uno de rugby entre Galés y los Springbrocks (el equipo surafricano). Nadie se mueve. Un par de blancos más entra al pub. Yo no entiendo del todo las reglas del rugby así que me concentro en un par de cervezas más. El partido de rugby continúa y al final los Springbrock ganan. El dueño del lugar me dice: “El rugby es el deporte preferido de los blancos, junto con el críquet. El futbol es para los negros”. Yo tomo mi última cerveza, pago la cuenta y me voy.

sábado, 5 de junio de 2010

En Soweto, en 1976 rechazaron la idea de ser educados en la lengua del opresor.

Soweto, como les decía en la entrega anterior, es el más grande de los llamados townships surafricanos. Cerca de un millón de habitantes. Por la carretera que corre desde el centro de Johannesburgo y conecta con Soweto es posible observar muchas de las casas que le dan forma a este especial lugar de Jo’burg.
Esta zona, me comentan en la Universidad de Wits, es terra incognita para muchos jo’burgueses. En uno de los comentarios que amable e inteligentemente han hecho en este blog, me piden que hable del miedo como dispositivo de control. Bueno, el apartheid construyó un aparato de control (que todavía se percibe en la etapa “democrática”) basado, en buena medida, sobre el miedo. Sus efectos son palpables: los townships eminentemente negros en SA, fueron objetivaciones contundentes del control y de la segregación impuesta por la población blanca sobre el otro (en este caso de la población negra), a través de la creación de una imagen atemorizante y peligrosa de estos últimos. Aunque debo decir que el apartheid no se reduce a este fenómeno. En fin, este miedo impuesto a muchos surafricanos se ve reflejado con claridad en el hecho de que Soweto sigue siendo comprendido e idealizado, en buena medida, como el lugar de los peligros urbanos por excelencia. Esto me recuerda (y perdonen si de repente abuso de estas comparaciones, pero ¿de qué otra manera se puede traducir esto a nuestra cultura?) las idealizaciones temerosas que muchos espacios de las grandes ciudades latinoamericanas generan: ahí tenemos algunas colonias de Iztapalapa, en la ciudad de México, por citar sólo un ejemplo, las cuales desbordan las fantasías y los miedos de los (esos sí) enclaustrados clasemedieros chilangos.

Pero Soweto me atrapa. Habré de regresar varias veces a este lugar durante mi estancia. A diferencia de Greenside, suburbio “chic” en el que me hospedo, Soweto es un espacio de enorme vitalidad humana. Las calles están habitadas tanto como las casas. De hecho, puedo decir que aquí sí me sentí como un extraño. Son precisamente estos efectos paradójicos del racismo. Un “blanco” caminando por Soweto… bueno. Las miradas se resbalan sobre mí; ninguna agresivamente pero todas con cierta intriga. No es que los turistas no vengan por acá. No, el hecho es que no caminan mucho por acá. Y (¿será?) lo más sorprendente: los blancos nativos no vienen por estos rumbos, o por lo menos no vi ninguno.

Kendall me sigue guiando. Dice que Soweto es un lugar para caminarse y por lo tanto, simplemente seguimos haciéndolo, sin rumbo fijo. Llegamos a una intersección callejera. De un lado, un paradero de micros. Como ya les comenté, no hay señal alguna que indique el lugar de destino de estos; todo es por medio de un sistema de señales manuales que yo a penas empiezo a entender. Kendall me dice: “Bueno aquí la señal más importante es el dedo índice apuntando hacia arriba”, y me enseña cómo hacerlo. “Esto significa Johannesburgo. Las demás señales son para otras partes, pero no me las sé todas y menos las de aquí”, remata. Al menos ya sé cómo llegar al centro de Jo’Burg.

Del otro lado de la calle, un pequeño mercado. También me han pedido en los comentarios al blog que escriba al respecto. Bueno, este mercadito callejero vende algunas frutas y vegetales que no difieren mucho de las de allá. Hay que recordar que los surafricanos también fueron colonizados por los europeos, por lo que pensar que toda la comida es exótica y extraña es incorrecto. No soy un experto, pero las papas y las coles que ahí se venden son muy parecidas a las de cualquier sobreruedas (mercado ambulante) de la ciudad de México.

Tal vez, algo que puede ser muy llamativo de este pequeño mercado, especialmente a los estudiosos (que abundan, por cierto) del fenómeno migratorio, es que intuí que los puestos de baratijas eléctricas (pilas, cargadores para celulares, etc.) debían ser atendidos por extranjeros. Kendall me confirmó la sospecha. “Sí son de otros países africanos: Mozambique, Zimbabwe; Congo, incluso”, me dice. Ellos fueron el principal objetivo de los ataques xenofóbicos en mayo de 2008. Acusados de quitar empleos, utilizar casas y cometer crímenes, los extranjeros (negros) en Sur África (SA) fueron literalmente acribillados, en lo que se conoció como los polgroms de 2008. Sesenta y dos extranjeros indocumentados fueron asesinados en una escalada de violencia por todo el país. ¿Efectos perturbadores del apartheid o simples rebotes de la precariedad económica mundial?

Y la paradoja más sensible de todo esto es que a unas cuantas cuadras de ahí se encuentra el Museo “Hector Pieterson”. Memorial que abiertamente hace pensar en el inaugurado en Tlatelolco, por el terrible desenlace del 68 mexicano. Digamos que el concepto (para quienes conocen el que se ubica allá en el edificio que albergaba la SRE en la Plaza de las Tres Culturas) es formalmente el mismo: fotografías, cédulas informativas y videos testimoniales repitiéndose incesantemente en pantallas dispuestas ex profeso, aderezadas con material “original” de aquellos días de revuelta y elaboraciones artísticas ad hoc.

El Museo “Hector Pieterson” es un monumento museográfico que rememora y da cuenta de las protestas estudiantiles de 1976 en SA, iniciadas formalmente en Soweto y que dan pauta a movilizaciones sociales más amplias y son consideradas como fundamentales en la lucha contemporánea antiapartheid. Para 1974, el régimen supremacista blanco acepta la propuesta de los afrikaners (descendientes directos de los holandeses, extremadamente chovinistas, racistas y antibritánicos, entre otras linduras) de que la educación pública en los barrios negros fuese 50-50 % en inglés y afrikaan (lenguaje de los afrikaners), respectivamente. El falaz argumento se puede sintetizar así: si los afrikaners pagaban impuestos como los descendientes anglófonos y estos impuestos financiaban la educación de los negros ¿por qué sólo la educación pública se ofrecía en inglés? Movieron su poder político para que su lengua fuese tan colonial como la inglesa.

La propuesta es aprobada y se convierte en ley. La respuesta en los guetos negros es contundente: no aceptarán la imposición de recibir educación en esa lengua. Los estudiantes se organizan y el 16 de junio de 1976 marchan valiente y pacíficamente, a pesar de la prohibición y las amenazas en su contra. Muchos de ellos son niños de primarias y secundarias, todos pobres, todos negros. Los supremacistas blancos responden con fuego. Hector Pieterson, un niño de sólo 13 años cae abatido por las balas de la policías defensora del apartheid. Su muerte se convierte en símbolo de la lucha ya que momentos después del impacto de bala, su hermana y un joven amigo levantan el cuerpo. La imagen es captada e inmortalizada por la cámara de Sam Mzima y dará la vuelta al mundo. La foto será uno de los grandes símbolos de la liberación negra en África e icono mundial del movimiento antiapartheid.

Afuera del museo, como en cualquier buen paseo turístico, artesanías “tradicionales” surafricanas. Los precios son moderados. No compro nada. Kendall y yo estamos hambrientos, así que nos lanzamos a la búsqueda de un lugar dónde saciarla. Después de un par de cuadras, finalmente decidimos probar en un puesto callejero. Venden pollo o carne de res marinada en una buena salsa y frita en un sartén eléctrico. Dos hombres atienden el puesto. Muy amables. Se sorprenden de mi presencia. “Soy mexicano”, les digo en mi chilango inglés. “Guau, qué bien que vienes por acá”, me dice uno de ellos. “Te va a gustar esta comida”, asegura. No está mal. De hecho está bastante bien. Es extraño, pero junto al pollo y un poco de puré de papa me sirven una salsa idéntica al “pico de gallo” mexicano, con todo y su chile verde. Me siento como en casa. Un poco de charla y de broma en relación al partido entre Bafana, Bafana y el (ahora, después del triunfo sobre Italia, poderosísimo) Tri. Que si México gana, que si SA gana y bla, bla, bla. Me dicen que se sienten un poco consternados de que el gobierno diga que Soweto no es una zona turística y que es muy peligros. Ellos, al igual que yo, piensan que Soweto es un lugar muy vivo y que debería ser valorado como tal.

Es tarde y el sol está por ponerse. Kendall y yo tenemos que regresar, así que nos despedimos de nuestros temporales y amables anfitriones. Pagamos la cuenta y de nuevo al complicado mundo del transporte público surafricano. Tomamos un micro, haciendo la señal indicada hacia el centro de Jo’burg. Pagamos el pasaje (en otra entrega relataré los pormenores de esta sencilla, pero ilustrativa práctica de la vida cotidiana en la ciudad) y a los pocos minutos comienza una discusión entre el chofer y algunos pasajeros. El intercambio verbal, en zulu, es fuerte pero nunca al punto de la agresión física. Yo no entiendo nada, pero intuyo que el problema es el dinero. Parece que a dos pasajeros les falta dienro de cambio. El chofer y unos cuatro pasajeros discuten y ríen nerviosamente durante veinte minutos. Los otros pasajeros sólo sonríen y menean sus cabezas, como aprobando uno u otro argumento. No llegana ningún acuerdo y al final, todos descendemos en la central de micros. Es hora de tomar el último micro del día. Yo me despido de Kendall y abordo un micro más, el primero que tomo por mi cuenta.