domingo, 13 de junio de 2010

En medio de un mar verde y amarillo.

Finalmente llegó el día cero. Todos los surafricanos (en una u otra medida) han esperado por varios años la llegada de este día histórico: 11 de junio de 2010. Para aquellos que no son futboleros y sí críticos acérrimos de la organización de esta copa, este día marca el comienzo del fin de los devaneos chovinistas, del dispendio económico y de la insoslayable corrupción que marcaron la realización del evento deportivo planetario.

Yo despierto temprano. Kendall, desde el día anterior, no se mostraba muy confortable con la idea de salir hoy. Él es amante del futbol, pero no va por Sur África (SA). De hecho me ha confesado que va por México. Es un clásico ejemplo de todos esos fans futboleros que no somos ejemplares en el apoyo a nuestras selecciones. Aunque él es de Zimbabwe, SA le ha dado la oportunidad de estudiar y vive aquí desde hace mucho tiempo, así que uno esperaría que el le fuese a este equipo. Pero no, él no piensa que irle a los Bafana, Bafana represente un pago al país que lo alberga en la actualidad.

Desde hace varios días anduve buscando una camiseta de la selección mexicana. No traje ninguna. De hecho, nunca en mi vida he vestido una camiseta del Tri. Pensé que identificándome como mexicano la gente en la calle podría responder ante mí. El punto es que en estas tierras el Tri no existe. No forma parte del negocio multimillonario de la vestimenta deportiva. En estos lugares, es fácil conseguir una camiseta brasileña, una albiceleste de Argentina, de Alemania, Holanda, Italia, Portugal y hasta de España. La de México no cotiza.

En casa, aún sigo pensando la mejor opción para ver el juego. En definitiva, conseguir un boleto fue imposible. Lo más difícil sigue siendo la movilidad dentro de la ciudad. Un amigo que recién llegó el jueves 10 de junio me comentó que en el aeropuerto algunos mexicanos estaban vendiendo entradas para la inauguración. Para mí es complicadísimo realizar un viaje al aeropuerto.

Decido que lo mejor es ir a Melrose Arch, lugar en el que está la réplica del Ángel. Pregunto a mi anfitrión, el Dr. Thornton, la mejor manera de llegar allá. Él se ofrece a llevarme, pero antes tiene que realizar algunas actividades. Le digo que no estoy apurado y que puedo esperar. Después de un par de horas, ya cerca de la una recibo una invitación de un amigo alemán para ver el partido en Newtown, en el centro de la ciudad. Suena atractivo. Cavilo y evalúo las opciones. Me inclino por Newtown. El profesor Thornton no está en casa y no contesta su celular para avisarle que he cambiado de opinión. Le envío un mensaje.

Salgo de casa y me dirijo a tomar un mini bus. Es el mismo que me lleva a Wits. Hay lugar en la parte frontal del taxi. Me subo. Uno segundos después una mujer se sube y me obliga a ir en el por mí temido asiento del que recibe el dinero. Avanzamos y el dinero comienza a llegarme, pero el chofer se ha dado cuenta de que soy un extranjero y algo le dice a la mujer que está sentada a mi lado. Ella recibe el dinero y hace las cuentas. Yo hago como que ayudo.

En las calles muchas personas, todas vestidas en camisetas verdes o amarillas. Algunos van cargando su vuvuzela y de vez en vez las tocan. El tráfico está relativamente tranquilo hasta que llegamos cerca del centro. Entonces el congestionamiento vial es intenso. En el taxi en el que viajo van muchas mujeres y varias de ellas llevan las camisetas de los Bafana, Bafana. Alguien lleva una vuvuzela y la saca por la ventanilla para tocar esa repetitiva tonadita. En otros vehículos la acción es reproducida por más aficonados y así sucesivamente. De pronto, en el sentido contrario un hombre lleva pintada la cara con los colores de la bandera surafricana. Todos en el taxi lo señalan y comienzan a reír con gran algarabía. El chofer también lo ve y ríe con entusiasmo. Pareciera que es algo extraño y exótico eso de pintarse las caras. ¿Qué significado puede tener esto? Quiero realizar algunas reflexiones al respecto.

En primer lugar, me parece que este detalle da cuenta, en alguna medida, de las diferencias que existen entre sociedades tan distantes como la mexicana y la surafricana. La afición a un deporte es una construcción social y cultural colectiva, históricamente determinada. Esas trayectorias históricas van objetivándose de maneras particulares. Estoy convencido que un hombre con los colores de la bandera pintados en su rostro, durante un mundial en alguna ciudad europea o latinoamericana, ahora simplemente pasaría inadvertido. Simplemente no causaría revuelo alguno. Este no fue el caso. Las personas que veían a este hombre reaccionaron de tal manera y con tal sorpresa como me imagino que sucedió durante las primeras ocasiones en que esto acontecía en nuestros países hace algunas décadas. El fenómeno en Latinoamérica está “naturalizado” y de hecho ha perdido relevancia entre los aficionados. Acá es una novedad que genera cierta conmoción.

En segundo lugar, en la afición futbolera el fenómeno de las representaciones colectiva e individual se exacerban considerablemente. Muchos quieren formar parte del evento festivo y se integran a las reglas y prácticas de la misma, tan dispares de las del tiempo de la cotidianeidad. Sin embargo, la promiscuidad simbólica se contrarresta, o por lo menos se pretende contrarrestar, con expresiones individualistas notables. Si todos visten de amarillo, no todos lo usan de la misma manera. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero en cierto sentido, sobre esta dicotomía colectivo-individuo, se basan muchas de las observaciones e interpretaciones sociales en torno a la festividad futbolera. Lo complicado en estas tierras es que la trayectoria histórica que la ha conformado no ha sido estudiada y sigue siendo una zona social y cultural muy desconocida. Aventurarse a dar una explicación sin bases sólidas de observación y conocimiento histórico es muy arriesgado. La superficie ofrece esto: individuos integrados al espectáculo del propio espectador, a la fiesta y al desliz simbólico que ofrece la trasgresión de las reglas de lo cotidiano. Pero ahí en donde parece que todo integra, irrumpe con fuerza el elemento individual, el pequeño retoque de lo “único” e “irrepetible”, de lo “innovador” y “extraordinario”.

Así, las vuvuzelas pululan e invaden los espacios visual y auditivo. Miles las llevan y su sonido de fondo cataliza el ambiente mundialista en la ciudad. Sin embargo, los más atrevidos las modifican y les dan un toque de singularidad: las alargan, pintan, adornan o les modifican la tonalidad para volverlas más potentes o con tonalidades distintas. Eso llamará la atención de los otros. En cierto sentido, la normalidad parece ser la búsqueda de la diferenciación en lo “mismo”. El código de la fiesta deambula entre la integración colectiva y la diferenciación individual. Insisto, este es un acercamiento preeliminar y de ninguna manera significa que para la sociedad surafricana así sea.

El taxi llega al punto en el que habré de bajarme. Me despido de los transitorios amigos que realizaron el viaje conmigo. Camino hacia Newtown. Aquí está el único “fan park” dizque oficial de la F.I.F.A. La plaza “Mary Fitzgerald” está cercada y para ingresar hay que pasar por una pequeña revisión. Entro a la plaza, que del lado este tiene montado un escenario y la pantalla gigante. Del lado oeste se encuentran los locales comerciales y una figura humanoide gigante hecha de cajas rojas de Coca-Cola. La plaza está todavía muy despoblada. Falta una hora y media para que inicie la ceremonia de inauguración. Deambulo un rato. Tengo hambre. Voy hacia unos puestos de comida. Es comida “típica” de SA. Un filete de carne o una pierna y muslo de pollo acompañada de pap. El pap es un potaje muy parecido en consistencia y color al puré de papa. La diferencia principal es que el pap está hecho de maíz. En muchos países africanos se consume este potaje espeso a mano limpia, acompañado de alguna salsa y de verduras con picante. Es como un equivalente energético y culinario al de la tortilla mexicana. Pido un plato y lo engullo rápidamente.

Al terminar de comer, la plaza se está vistiendo de amarillo y verde. El sonido de las vuvuzelas cada vez es más estridente. Yo, ingenuamente, busco compañía nacional. Recorro la plaza y... nada. Los miles de convocados son surafricanos. Hay otros extranjeros, pero mexicano, ninguno. Ando solo y esperando a mi amigo alemán, Michael. No tengo ningún distintivo mexicano, así que mi nacionalidad pasa inadvertida para todos. Sigo caminando y por ahí, escondidos en la masa, veo a un grupito de mexicanos. Una de ellas es una jovencita que me dice es de Ciudad Juárez y va arropada con una bandera mexicana. Está acompañada de un grupo conformada por dos niñas y la madre de éstas. Una pareja completa el grupo. Los saludo. A la madre de las niñas le pregunto por qué no fueron al estadio. Ella me dice: “El papá de las niñas está en el estadio. Nosotras nos quedamos por acá”. Esta declaración la dejo al análisis de género y a los críticos del machismo.

Recibo la llamada de Michael y me encuentro con él. Quiere comer algo y lo acompaño. Pide lo mismo que yo. Ya solo faltan unos minutos para la ceremonia inaugural. Nos mezclamos en medio del mar verde y amarillo. Dos vuvuzelas me retumban en mi oído. “Vaya que son agobiantes”, me quejo. La transmisión desde Soccer City comienza. Los miles de aficionados gritan y bailan. Todo está dispuesto. De pronto, un gigantesco hombre se para frente a mí, como si fuese una broma de mal gusto. “¿Tanto espacio y te vienes poner frente a mí, cabrón?”, pienso. “Un momento. ¿Es él? No, puede ser. Sí es él”, reparo. Es ni más ni menos que Sammy, el hombre que estuvo sentado junto a mí durante la sesión de entrenamiento de los Bafana, Bafana, hace algunos días en Wits. Fue el hombre celebridad, el más entrevistado de todos los aficionados. Nuevamente me lo encuentro. Le palmeo la espalda. Voltea y me reconoce. “Guau, ¿qué haces aquí mi amigo?”, me pregunta. Me abraza y saluda con esa manazas de un hombre de un metro noventa y tantos y ciento veinte kilos de peso. Comienza a decirme que México perderá el partido. Yo le digo que probablemente. Le presento a Michael. Este le dice que va por los Bafana y de hecho viste una playera amarilla.

La ceremonia continúa y Michael se hace amigo de sus vecinos. Les dice que soy mexicano y entonces comienzan a bromear conmigo. El partido está por iniciar, pero antes, un breve concierto. Resulta que la cantante del grupo es una hija de surafricano y mexicana. Canta en español y lo combina con frases en inglés. Sólo tocan dos rolas. Ahora la pantalla transmite la entrada de los equipos a la cancha. Ahí están Sepp Blater por la F.I.F.A., Jacob Zuma, el presidente surafricano y... no, no puede ser... Calderón. “Y el muy hijo de... está saludando de mano a los jugadores”, me digo maldiciéndolo. Los está salando. Un poco de alivio; también les está dando la mano a los Bafana. El himno mexicano ni se escucha. De todas maneras no lo iba a entonar. Me chocan esas cosas. Cuando tocan el de SA todos cantan y hacen el ademán de llevar su palma derecha a la altura del corazón, como los gringos. “Qué cursilerías nacionalistas”, pienso.

En fin. El juego comienza. Los primero veinte minutos son de total control del Tri. Como se esperaba, el Guille falla todas las que puede. Le echa ganas, pero su cuerpo no le da. Es tan tronco como lo fue en su tiempo Peláez. Las oportunidades de gol mexicanas tienen paralizados a los surafricanos. Sammy me voltea ver nervioso. Las vuvuzelas no se escuchan. Sólo se oyen los murmullos de las nerviosas pláticas. Cualquier toque del balón por un Bafana es coreado, pero el equipo pierde el balón tan rápidamente que no da tiempo para corear con más fuerza. Y entonces todos callan. Vela anota. Yo hago un ademán discreto de celebración. “Offside”, me dice Michael en tono burlón. Repiten la jugada. Sí, fuera de lugar. Los surafricanos vuelven a la vida. Pero no acaban de creer lo que están viendo. Los sueños parece que se van a resquebrajar mucho antes de lo que pensaban. Pero yo pienso: “Amigos surafricanos, están jugando ante México. Ustedes no saben cómo se las gasta el Tri”. Casi estoy presagiando lo que pronto se vendrá. Termina el primer tiempo.

En el segundo tiempo las fuerzas se balancean y los aficionados surafricanos que me rodean y sobrepasan comienzan a sentirse más confiados. Las vuvuzelas arrecian el volumen. Entonces sucede lo que tenía que suceder. Un vertiginoso ataque por el centro que desplaza el balón al lado izquierdo culmina con un tremendo disparo al arco mexicano. Bafana, Bafana anota y el frenesí se apodera del parque. Todos brincas, gritan y se abrazan. Soy la única alma que se menea los cabellos y se queda paralizada. “Lo sabía, lo sabía”, me digo. Clásico del equipo mexicano. La algarabía por el gol continúa unos minutos. Sammy me dice que anotarán dos goles más. Aguirre realiza los cambio de Guardado por Vela y de Franco por Blanco. El juego nuevamente entra en un impasse y la afición surafricana se vuelve a concentrar en el juego. De pronto, y de una jugada sin mayor mérito llega el centro de Juárez que supera a toda la defensiva Bafana. Marquez controla y literalmente fusila a Khune, el portero. Otro balde de agua fría. Yo solamente cierro los puños y volteo a ver Sammy que me ve con ojos de incredulidad.

El partido termina empatado. Los aficionados están contentos y muchos ya están francamente muy borrachos. Sammy se tiene que ir y se despide de mí. La fiesta comienza. Michael y yo vamos por unas cervezas a un bar aledaño. Todos están atascados de gente. Las barras de los mismos están rodeadas de gente y es casi imposible acercarse por una cerveza. Tenemos que esperar unos veinte minutos por un par de ellas. Las vuvuzelas siguen retumbando en mis oídos. La noche ha caído. Las cervezas fluyen, pero con lentitud. Bebemos unas tres más y ya la cosa se está poniendo un poco sórdida, además de que no tenemos forma de regresar a casa. Contactamos un taxi y al cabo de unos quince minutos llega por nosotros. En el trayecto hacia el taxi tengo mi primer encuentro con la temida “violencia” surafricana. Al pasar junto aun trío, uno de ellos golpea mi hombro. Yo volteo para disculparme. Él hace lo propio y se acerca a mí con rapidez. Me toma de la mano y me abraza. Yo percibo un aire anormal en su forma de pedir disculpas. Me meto las manos a los bolsillos. Casi de manera simultánea él también introduce una de sus manos en uno de mis bolsillos. Quiere extraer la cámara fotográfica, pero no puede. Me dice algo así como: “Una sincera disculpa. Yo no soy de esos que andan por la calle...” y en ese instante imita como si me estuviese clavando una navaja en el abdomen. Me suelto de él y me retiro. No pasa nada, pero el evento de cualquier manera es perturbador. Llegamos al taxi y nos dirigimos a casa.

3 comentarios:

  1. Magnifica entrega. Un abrazo desde Colima

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  2. Felicidades, una manera diferente para seguir el mundial, gracias.

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  3. Que bueno que tu primer acercamiento a la violencia SA, haya llegado sólo a ese nivel... Ahora me pregunto: qué tan importante es que Sally te siga acompañando?

    Ahora sólo una pregunta:

    Si bien al lugar que fuiste, creo no era el indicado, y sé que al tc vamos con poco dinero para pagar un boleto billonario para el partido... en ké otros lugares puedes realizar la observación donde puedas encontrar a los fanáticos aztecas? Tal vez fuera del estadio durante un partido? en el seudo ángel?

    Desafortunadamente, por lo que entiendo, las distancias y el transporte no te son de mucha ayuda en SA... has pensado en acampar? o alguna otra maniobra para poder estar en los mejores lugares?

    Saludosss chilangos, Tania

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