jueves, 24 de junio de 2010

Mecsican kiurius.

A la memoria del máximo maestro de la crónica y la ironía:
Carlos Monsiváis.


Ahora tocó el turno en Rustenburg. A 120 km. al oeste de Johannesburgo, la ciudad de Rustenburg fue escenario de una de las peores actuaciones de la banda de defraudadores profesionales llamada El Tri. Los estafados, esos que nos llamamos aficionados, comenzamos nuestro periplo alrededor de las 9 a.m. Dos días antes, la muy amable Elena, residente en Johannesburgo y esposa de un surafricano se contactó conmigo para realizar el viaje de forma colectiva. Finalmente nos juntamos trece personas, quienes al pagar 200 rands por cabeza, alquilamos un microbús que nos transportó de ida y vuelta.

Yo he decidido rentar una motoneta (scooter) para poder moverme en la ciudad. Todavía no sé si ha sido la mejor idea o no. Por un lado, el scooter me permite moverme en la ciudad, lo cual es una gran ventaja. Por el otro, el frío y el riesgo de sufrir un accidente son una desventaja. Para llegar al punto de reunión desde el cual partiría el microbús, en casa de Elena, tengo que atravesar media ciudad, hacia el norte. Me pierdo, por supuesto. Al final, y con un retraso de casi media hora, llego a su casa. Ahí nos encontramos con la mitad de los pasajeros. La extraña mezcla de nacionalidades que caracterizaría el viaje comienza a tomar forma: un nicaragüense (radicado en Mozambique y llamado Juan), un hondureño (Rogelio), dos surafricanos (Andy, el esposo de Elena, y el chofer) y cuatro mexicanos (Elena y sus papás, Ernesto y María, y yo). Después de la casa de Elena, tenemos que pasar por la otra mitad del contingente a la casa de su amiga, Bere, otra mexicana casada con un surafricano. El raro grupo se completa con dos españoles, Bere, su esposo, su mamá (Cris), más un mexicano (Roberto).

La salida es de esas lentas, como las de mi familia. Herb, el esposo de Bere y de herencia hindú es un surafricano que viste la playera verde del equipo mexicano, muy entusiasta y desmadroso. Los centroamericanos que acompañan también van muy alegres. Dos españoles (Diego y Raúl), andaluces de Cádiz, van medio crudos. España ha derrotado a Honduras el día anterior y la celebración para ellos se alargó hasta bien entrada la mañana. Desde que suben al micro ya se les ve la cara de desvelados y de querer dormir lo más posible. Herb, sin embargo, se encargará de que eso no suceda. De manera inmediata comienza a pasar las cervezas a todo mundo. Rápido y aún siendo medio día, yo ya he bebido un par de cervezas Castel. Quiero experimentar en carne propia si en efecto chovinismo y borrachera van en proporción directa. Señalo aquí algunas de las conclusiones preeliminares de mi “experimento”.

Antes de salir, Bere, que lleva una bandera como paliacate sobre la cabeza, y Elena que cargan un par de banderas más en sus mochilas, deciden colgar una sobre el parabrisas trasero del micro. Una vez instalados todos, ese extraño y muy especial intercambio inter-nacional comienza. Es decir, de inmediato los interlocutores iniciamos eso de: "En Mexico bla, bla,", "En Nicaragua, bla, bla", y así por el estilo. No sé bien a bien qué sucede cuando personas de diferentes países nos reunimos. Menos aún cuando uno o más mexicanos se ven involucrados. Como si de un cierto sketch se tratara, a veces medio acartonado, a veces no tanto, los mexicanos comienzan (comenzamos) a enviar esos mensajes y a realizar esas prácticas y discursos profundamente introducidos en nuestros seres.

"Ay, ay ayay, canta y no llores. Porque cantando cielito lindo se...", comienzo a escuchar, no sé en qué momento. No acabo de sentirme confortable (todavía) con la idea de que en mi frente aparezca la leyenda: "Contenido neto: 72 kg. de puro y absoluto mecsican kiurious". Sin embargo, la cerveza ya genera ciertos estragos en mi (hasta esos instantes) indeclinable postura antichovinista. Uno que otro corrido, que no conozco, son cantados y a veces sólo entonados por los papas de Elena, que son de Durango. Herb cada vez está más pedo y las enseñanzas de Bere (su esposa mexicana) salen a relucir. "Viva Mecsico, cabrounes...", se le oye decir con el acento del inglés surafricano y más derrapado aún por los efluvios del alcohol, pero con cierto sentimiento que casi me convence.

Juan, el nicaragüense; Rogelio, el hondureño y Herb van estableciéndose como los principales interlocutores del contingente mexicano. No menos de cuarenta cervezas son consumidas mientras avanzamos por la zona noroeste de Johannesburgo. Los españoles siguen bastante cabizbajos y el mexicano restante, Roberto, está completamente agazapado en una de las esquinas del micro. Sin embargo, Bere, Elena, María, Ernesto y Cris intentan coordinarse para establecer una especie de línea mexicana a seguir. Un “chiquitibúm a la bim...” se oye de repente, intercalado con una que otra estrofa de “El Rey”. Intento no ceder a la tentación, pero de pronto me oigo balbucear “yo sé bien que estoy afura...”. He cruzado la línea y ya no hay vuelta atrás. “Una cerveza más, por favor”, le digo a Bere, que ha fungido como la bartender del micro.

Mientras tanto, Juan y Rogelio están en pleno desmadre. Se van cotorreando a Herb y a su acento. Él, sin embargo, responde a las bromas y en un buen español. Realizamos una parada en una gasolinera. Las hieleras se vuelven a recargar. Roberto da una pequeña señal de vida. Le enseña a Bere y Elena una estrofa modificada de “Happy birthday to you”: “Se está poniendo de moda/tirar a los putos al mar/Por eso los uruguayos/están aprendiendo a nadar”. María y Cris no se sienten muy confortables con la idea de que sus hijas canten eso y ellas ni siquiera entonan la melodía. Cris le dice a Bere que en lugar de “putos” utilice “tontos”. Sé que el comentario que le hace no es para evitar la connotación homófoba de la frase, sino para evadir la vergüenza de pronunciar “esa” palabra. Un poco talvez para impedir alguna confrontación con un grupo de uruguayos. El hecho es que no hay uruguayo alguno a la vista. Yo rehuyo del cántico, me parece atrozmente homofóbico, como mucha de la patraña futbolera. Me avergüenzo de estos referentes de odio y lo dejo pasar.

Nuevamente, como en el traslado a Polokwane, las gasolineras y espacios para descansar del trayecto se pintan de gente con playeras verdes y negras. El viaje se reanuda. Los españoles reaccionan un poco y comienzan a beber. Son madrilistas (o sea que le van al Real Madrid) y entonces entablan un pequeño diálogo con Juan, que le va al Barcelona. La algarabía cervecera se ha apoderado de todos, excepto de Roberto que va chateando o algo así, a través de su celular. Una vuvuzela mexicana, sí, hecha en México y llevada por Cris, es sacada de su bolso. Herb la ve e intenta tocarla. Un fiasco. La corneta esa no suena como las surafricanas... afortunadamente.

Los 120 km. del trayecto parecen no tener fin. Yo ya voy como en la sexta chela. Es hora de cantar. Otra vez “El Rey”. Ahora sí me animo un poco más. Entonces Bere saca una especie de lápiz labial tricolor. Comienza a poner franjas en las mejillas a todos los integrantes. Cuando es mi turno yo ya estoy muy entrado y casi no opongo resistencia. De hecho, me entusiasmo y le digo: “A mí, escríbeme una ‘M’ en el cachete”. A Bere la gusta la idea y entonces va con todos y les escribe una ‘M’ en el mentón. Pero seguimos sin llegar a Rustenburg. Ya son más de las tres de la tarde. La ciudad ya se avizora, pero todavía falta un buen trayecto. Estoy resignado. Llegaremos tarde. ¿Tiempo mexicano? Probablemente.

Finalmente llegamos al “park and ride”, o sea al estacionamiento de donde salen los autobuses al estadio. Pero ya son las 3:45. El contingente comienza a dispersarse. Los españoles comienzan a desesperarse igual que yo. Apuramos el paso y dejamos atrás al grupo. Nos dirigimos al autobús. Salimos rumbo al estadio. Otros quince minutos más. El estadio está en medio de la nada. No existen casas a su alrededor. Seguramente se convertirá en un elefante blanco después del mundial. Pero aún no llegamos y todavía hay un poco de tráfico. Yo asomo por la ventana y apuro a los autos que van por delante, golpeando la lámina del microbús. Una conductora va obstruyendo el flujo vehicular y la policía lentamente le da las instrucciones. Intensifico mis reclamos. Una policía voltea y me ve con una de esas miradas que matan y me pide que me calle. Pero ya son las 4:00 y esa mujer sigue estropeando el tráfico. Reanudamos nuestra marcha y el micro finalmente nos deja a unos cuantos metros de distancia de la entrada. Los españoles y yo corremos hacia la entrada. A mí se me bajan mucho los efectos del alcohol.

Pasamos por los detectores de metal e ingresamos al estadio. Quedamos en un punto de reunión para la vuelta. Apuro el paso. Ya son las 4:10. Entro al estadio. Mi sección está en medio de miles de mexicanos. Vaya, volteo a ver todo el estadio: "¿Cuál sección no está llena de mexicanos?", me digo. Pero algo muy distinto a lo acontecido en el partido contra Francia está sucediendo. La gente se nota nerviosa y muy suspicaz. Obviamente no faltan las porras y la, hasta ahora, más popular coreografía de los mexicanos: menear las manos con los brazos estirados y gritarle “puto” al portero rival cuando éste se dispone a patear el balón. Muchos surafricanos se regocijan con el grito y le siguen la corriente a los nacionales.

Aquí, en el estadio, ya con los humos del alcohol casi sin efecto, reflexiono. Hace unos días, la euforia total de la victoria sobre Francia. Ahora, con el partido en curso y con el marcador aún 0 a 0, nuevamente esa sensación de derrota inminente se cuela en el ambiente. El fantasma del fracaso y de la probable descalificación se cierne sobre el "Royal Bafokeng Stadium". Más aún: las vuvuzelas retumban una vez. Gol de Sur África en su correspondiente encuentro. Otra vez las vuvuzelas. Otro gol surafricano. Y acá, al minuto 42, Luis Suárez, el delantero uruguayo, pone las cosas más tensas con su anotación. “Siempre es lo mismo”, dice uno de mis vecinos. “No puede ser”, dice otro.

Un grupo de jóvenes, muy güeritos, con el torso descubierto y las caras pintadas de tricolor están más que borrachos. Uno de ellos, en la desesperación, lanza una botella de cerveza. Quines los rodean comienzan a acusarlo. Él, un gordo y alto veinteañero encara a los de las filas de atrás. La presión es tanta que decide callar. “Pinche naco” y “Pendejo”, le gritan. Es el entretiempo y el ambiente es bastante sobrio (y ebrio). No es lo que esperaba yo. O talvez sí. Aún sigo sin decidir.

El segundo tiempo transcurre sin mayor emotividad. El pésimo futbol de los mexicanos sólo es superado por la rispidez del juego uruguayo. Muy pocas oportunidades de gol. La más clara, la del "Maza" Rodríguez, con un remate de cabeza frente a la portería rival, no cuaja. “Saquen al Guille”, se escucha. Los abucheos en contra del futbolista mexicano de origen argentino, no se hacen esperar. La afición aguarda el final. Un alivio: Francia ha anotado. La clasificación a la siguiente ronda está asegurada. Oh, oh, un pequeño problema: será contra Argentina, uno de los favoritos para ganar la copa.

El árbitro silva el final del encuentro. Algunos abuchean. Otros sólo se lamentan: “No mames, no puede ser”, “Pinche Aguirre”, “Vale madres”, son algunos de los comentarios que se dejan escuchar. De pronto, caen como tres al suelo. El gordito-avienta-botellas se enfrasca en una riña. Más bien parece de sumo (sin albur): dos pesos pesados se abrazan y caen. Ningún puñetazo. No hay sangre. Yo confirmo mis sospechas: “Son muy fresas”. Los contrincantes se han jaloneado y empujado, pero al final no se han hecho mayor daño. La pelea refleja el malestar en las tribunas. He visto varias trifulcas en los estadios mexicanos, así que esta escaramuza de bajísima intensidad no me hace sentir sino pena.

Salimos del estadio. Voy en búsqueda de mi grupo. En el trayecto, un mariachi; Derbez, el payaso de Televisa, realiza entrevistas en medio de un emborrachado grupito. Por ahí, de pronto se escucha: “Celeste, celeste yo soy”, de un grupo de uruguayos. Gritan, y brincan. Están contentos. Ganan el grupo, en contra de todos los pronósticos y, de paso, evitan jugar contra la Argentina en la siguiente ronda. México, los mexicanos salen del estadio, a prisa. Hoy no hay nada que festejar.

“El alcohol no bastó para sentir la euforia nacionalista”, me digo. No es tampoco el triunfo (como con Francia). Pero no acabo de gozar. “¿A quién le importa?”, me consuelo. Respecto a los "putos" que se avientan al mar, simplemente no lo entiendo, lo rechazo y, sin embargo, lo registro para documentar nuestro optimismo.

4 comentarios:

  1. ¡Excelente crónica!
    Ojalá y vengan muchas más.
    (Aunque no sean precisamente de la selección nacional porque todo parece indicar que sólo nos queda un partido)

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  2. jajajjjaa que bueno que te dedicaste a las ciencias sociales y no a la conatbilidad, jejejej ya viste tus cuentas con los tripulantes de la nave espacial jejejeje, un abrazo y veras como le ganamos a argentina

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  3. Pues ni hablar compadrito hasta la peda se bajo. Pero todavía tenemos vida, pal siguiente si te aprendes la del Rey. Al tiro con lo de la moto.

    Saludos compa

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  4. Sensibilizada tras la lectura de ésta última crónica, sólo pienso que la derrota en sí misma no debiera vivirse de forma tan atroz, sin embargo una derrota del tricolor se respira como en una atmosfera de dolor casi ancestral.
    Por otro lado los festejos de la victoria son absolutamente eufóricos casi desesperados y a mi parecer desproporcionados. Me parece que esa enorme necesidad triunfadora, es la que nos derrumba, meciéndonos de un extremo al otro, de un estado de ánimo a otro.
    Ya al grado de la depresión colectiva, somos incapaces de disfrutar de un espectáculo que ha de recibir críticas ante una actuación (ojo, no ante un resultado) y elogios ante otra. Será que la afición quiere creer pero en realidad ha perdido la confianza, en sí misma, en el Tri? Será que esa falta de confianza es un ingrediente que cobra vida en el imaginario colectivo? Y acaso esa única visión de ganar o perder, convierte a la afición en un grupo conocedor de la técnica, del arte de patear la pelota, capaz de reconocer con justicia aciertos y equivocaciones del juego en equipo?
    No sé por qué… pero continúa sucediendo selección tras selección, entrenador tras entrenador, cómo si detrás de esa tremenda expectación, detrás de esa hambre de victoria, de esa esperanza QUE NO MUERE Y QUE GENERA CONSUMO, QUE SI VENDE, el subconsciente esté dispuesto a flagelarse, pues sabemos que “perderemos como siempre y no calificaremos para pasar a la siguiente ronda”, como muchos dicen.
    Lo que vende y lo que “vale” en esta vida de consumo es ganar! Y qué demonios es el “triunfo”? Qué pasaría si México alguna vez se siente ganador?, seremos todos felices?, cuánto tiempo nos durará esa felicidad?
    Acaso esa filosofía de vida, de enfoque hacia resultados que permea incluso al Fútbol ¿no es también altamente alienante?, Esta forma de vivir que nos enseña a buscar la felicidad en el triunfo, o en el mejor de los casos a trabajar para obtener triunfos y ser feliz o lograr el éxito para ser feliz (whatever that means); no nos limita para percibir otro camino de vida?……Gracias por compartir tu Blog.Tanya.

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