miércoles, 9 de junio de 2010

“After robot”, los “Bafana, Bafana” y “Shosholoza”.

Espero, en la equina de la Av. Barry Herzog y The Braids, en Greenside, la llegada del taxi (colectivo). Veo que una destartalada combi o ichi van de color blanco se acerca. Señalo con el dedo índice hacia arriba. El conductor realiza la misma señal con la mano sobre el volante. “Ya está, este me lleva al centro de Jo’burg”, me digo. Subo a la tercera línea de asientos. Cada taxi puede llevar cerca de dieciocho personas, bien empacaditas en cuatro líneas de asientos. Los sillones de la extrema izquierda, lado por el que se desciende en estas latitudes, situados en la parte trasera del vehículo, son abatibles para permitir la entrada y salida de los pasajeros.

Una vez arriba del taxi comienza la travesía cultural. Para mí no es tanto un viaje por las calles de Jo’burg, sino un recorrido, incomprensible en muchos sentidos, a través de las costumbres de los habitantes de esta ciudad. Llevo los siete rands exactos para pagar. Tres monedas de 2 y una de 1 rand. Entonces la mujer que está a mi lado voltea hacia mí. Intuyo que quiere el dinero. Ella lleva un billete de veinte rands y recibe mi dinero. Hace cuentas con la mujer que la flanquea por el otro lado y, una vez realizadas las cuentas, envía el dinero hacia delante. “Tres”, indica, mientras el dinero pasa de mano en mano. No lo recibe el conductor, sino el pasajero sentado en la parte frontal del vehículo. Pasan dos billetes de veinte rands de la fila trasera: “Cuatro”, se oye decir, mientras avanzan los billetes. Nuevamente los recibe el pasajero de enfrente. Ahora va el cambio de vuelta, realizando la operación en sentido contrario. “Cambio de cuatro”, se le oye decir al pasajero que está recibiendo el dinero. Son monedas y billetes, así que los pasajeros que pagaron con esos billetes se tendrán que poner de acuerdo entre ellos para el cambio correspondiente. El chofer está más que concentrado en ganarle el pasaje al taxi que lo viene siguiendo. Él todavía no recibe el dinero. Ya lo recibirá después. Mientras tanto me voy acercando a mi destino.

“After robot”, escucho decir. “¿Después del robot?”, me pregunto. No sé, supongo que es algún lugar. El taxi para y baja quien lo solicitó. Entonces comienza un pequeño via crucis. La señora que está sentada en el sillón abatible y que permite la salida es muy grande y pesada. El sillón está en tan malas condiciones que ella tiene que impulsarse hacia delante, pero una bolsa más o menos grande que lleva consigo le dificulta todavía más la acción. Intenta sujetarse de los asientos de enfrente, pero no puede, así que mueve su gran trasero en un intento por desplazarse hacia delante. El chofer voltea y la mira con cierta malicia como diciéndole “Apúrese”. Ella finalmente logra sujetarse y se levanta con dificultad. Ahora intenta abrir la puerta, pero ésta no se deja. Abre la ventanilla, ya con ciertos jadeos. Saca la mano y abre por fuera. Desplaza la puerta y sale. El pasajero que habrá de salir se encuentra en el asiento más arrinconado, lo que obliga a que tres pasajeros más salgan de la combi. Por fin, el pasajero sale y todos regresan a sus lugares. La mujer vuelve a sufrir un poco para subirse y yo simplemente suspiro de lo cansado que me puse nada más de observar la acción.

Pero también estoy un poco ansioso porque no sé bien a bien cómo pedir la bajada. Otro pasajero más repite la frase: “After robot” y el taxi frena unos metros más adelante. El via crucis de la mujer comienza de nuevo. “Pues así diré”, pienso. Ya estoy cerca del punto en el que descenderé del vehículo. “After robot”, digo con un poco de seguridad. La combi para y la mujer ya no está sentada en ese lugar lo que facilita mi descenso.

Estoy justo fuera de la Universidad de Wits. Tomo mi cartera y me perfilo a la entrada. Unas puertas giratorias impiden el paso. Instaladas al costado de cada una de ellas unos sensores electromagnéticos accionarán el mecanismo de entrada, una vez que se ha desplazado la credencial de la escuela en alguno de ellos. Entro al campus. Hoy no desayuné en casa, así que me dirijo a una de las cafeterías. Pido un capuchino y agarro un sándwich. Pago y me perfilo hacia mi flamante cubículo. Me siento raro con eso del cubículo. “Investigador invitado, si me vieran en México", me digo meneando la cabeza.

Me he quedado de ver con Kendall a las 10:30. El cubículo está abierto, lo cual indica que la alumna con la que lo comparto está en él. Así es. “Hola” les digo a ella y a su acompañante, otra alumna del departamento. “Hola. Kendall ha venido a buscarte”, me dice. “Gracias. Me quedé de ver con él un poco más tarde”, le digo. Entro. Ellas platican un poco más y salen. Cinco minutos más tarde, Kendall entra. Nos saludamos. No tenemos planes para hoy, así que cualquier cosa está bien.

Lo primero que me viene a la mente es eso del “robot” y entonces le pregunto. Él me dice que un “robot” es un simple semáforo. Pensándolo dos veces, tiene lógica. Un semáforo es un robot que controla el tráfico en vez del policía de crucero. En fin. Le pregunto a Kendall qué podemos hacer. No está muy seguro y duda sobre las posibilidades. En eso, el ayudante administrativo del Departamento, Theo, entra muy entusiasmado y nos dice que a las dos de la tarde estarán entrenando los Bafana, Bafana, ahí en el estadio de la Universidad de Wits. El único problema: se necesitan boletos y nosotros no los tenemos. Rápidamente ideamos la estrategia. Theo dice que en los días previos se supone que debieron haber mandado correos a todos los integrantes de la comunidad de Wits, incluyendo a los estudiantes y profesores. Quienes contestaron ese correo se hicieron acreedores a un boleto gratuito para la sesión de entrenamiento de los Bafana, Bafana. No es nuestro caso.

-¿No tienes una carta de aceptación y de tu plan de trabajo? -me pregunta Theo.
- Sí. Pero necesito imprimirla –le respondo.

Yo empiezo a comprender sus intenciones. “Él quiere que yo juegue el papel de turista para obtener unos boletos”, pienso, mientras voy ensayando mentalmente algunas caras compungidas e inocentes. Así es, Theo confirma mis sospechas: vamos a ir a solicitar boletos con mi carta de aceptación y plan de trabajo en Suráfrica. La oficina en donde entregan los boletos no está muy lejos y yo voy soltando el cuerpo y relajándome para la actuación. “Querido San Lee Strasberg, ayúdame, por favor”, le pido al creador del método del Método de la Actuación. Llegamos a la oficina, en cuya entrada hay una pequeña fila. Avanzan con rapidez. La mujer detrás del escrito nos mira.

- Nombres…
- Es que nosotros venimos… -intenta decirle Theo.
- Si no están en la lista muévanse, por favor. Hay gente esperando –refunfuña la burócrata.
- Pero es que nosotros…
- Les digo que se muevan –insiste.
- Es que yo vengo de México y quiero ver si podemos obtener unos boletos –le digo con la cara más inocente que puedo poner.

Ella me mira y voltea a ver a su compañera. La otra mujer me ve de reojo. Me dice que espere. “Creo que ya la hicimos”, me digo. Theo sale porque conoce al hombre al que le acaban de entregar un boleto. Kendall y yo nos quedamos dentro de la oficina. La segunda mujer me dice que le explique rápidamente. Yo le digo que estoy haciendo una investigación y que vengo de México y bla, bla, bla. Como decimos por allá, le echo un “choro mareador”. Eso sí, mi cara de tonto no la quito ni un segundo. “¿Cuántos son?”, pregunta. “Tres”, le digo. “No, te doy dos”, afirma. Trato hecho, los aceptamos. Kendall y yo salimos y Theo sigue ahí. El autor intelectual de la movida se ha quedado sin boleto. Mi corazón se rompe, pero el show debe continuar. Más adelante, de cualquier forma, él recibirá un boleto por otro medio. Todos satisfechos.

Ahora a caminar. La sesión empieza a las dos de la tarde y ya sólo faltan veinte minutos. El estadio está como a un kilómetro y medio de distancia. Hace calor. Yo me quito la chamarra y mi playera dorada de los Pumas reluce con fulgor bajo los rayos del sol. Llegamos al estadio y muy pronto ingresamos. Unas doscientas personas nos acomodamos en las gradas. De pronto un camarógrafo aparece. Es de Televisa. Me ve y observa mi playera. “¿Y tú que haces por acá con una playera de los Pumas?”, me pregunta. Le cuento mi historia. Entonces le comenta a la reportera. No recuerdo su nombre, pero es la que está en cancha cuando juegan los Pumas en C. U., creo. Ella es aficionada Puma y me enseña su pulsera auriazul. Me hace una breve entrevista y se despide mí.

El desfile de periodistas es impresionante. Junto a nosotros, un tipo alto, negro y corpulento, Sammy, se convierte en la estrella del día. Las televisoras de varios países lo entrevistan: tres cadenas brasileñas, los canadienses, los japoneses, los coreanos y varios más. Viste una bufanda, una camiseta y un gorro verde y amarillo, colores por excelencia de los Bafana, Bafana. La fiesta comienza y todavía el seleccionado surafricano no ha salido al campo. De pronto irrumpe el canto:

Shosholoza, shosholoza
Ku lezontaba
Stimela sphuma eSouth Africa
Wenu yabaleka
Wenu yabaleka
Ku lezontaba
Stimela siphum' eSouth Africa


Mientras cantan, se balancean, zapatean con fuerza y aplauden. “Moverse rápido y con fuerza/A través de esas montañas/Tren de Sur África/Te vas/Te vas/A través de esas montañas/Tren de Sur África”, rezan los coros. El canto simboliza la salida de los emigrantes trabajadores a la Ciudad del Oro, como es conocida Johannesburgo. Los emigrantes de otras regiones y países siguen llegando a Johannesburgo.

Los Bafana, Bafana saltan al terreno de juego hasta las cuatro de la tarde. Son los rivales del Tri el próximo viernes y será la vez que más cerca esté yo de ellos. Primero aparece Carlos Parreira, director técnico brasileño. Después los jugadores. Kunhe, el portero; Booth, un defensa; Pienaar, el mediocampista más talentoso del equipo y Katlengo Mphela, el delantero, son sin duda, los más populares y queridos por la afición surafricana. La fiesta durante el entrenamiento sigue. Nosotros no hemos comido, así que hay que retirarse e ir por algo para mitigar el hambre. Mientras tanto, a lo lejos se siguen escuchando las vuvuzelas y el canto de Shosholoza.

2 comentarios:

  1. Mi querido Sergio, mil gracias por esas maravillosas crónicas que nos estás regalando (esta última me hizo llorar de la risa). Para mí Sudáfrica tiene un sigfinicado muy especial. Tuve la oportunidad de vivir en Jo´burg casi dos años, estudié en Wits y allí nació mi primera hija. He seguido una a una tus entregas y he de decir que tus relatos han despertado muchas nostalgias. Un abrazo y hasta la próxima!

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  2. Hola Sergio: A mí me gustaría que hicieras la conversión de Rands a pesos, para que nos demos una idea del costo de un café, que dices que su precio es de "25 rands"...
    También siento curiosidad de cómo fué que hicieron posible los Mexicanos que andan por allá su presencia en Sur Africa, porque no creo que sean de una sola "clase".....-como escribiste en una de tus crónicas- ¿Por qué no les preguntas?...solo por curiosidad antropológica.

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